Más allá de comunicar, el lenguaje es lo que nos nombra y nos dota de significado. Fuera del lenguaje no existimos como seres humanos; nos falta algo, nos volvemos monstruos, perdemos nuestra esencia, perdemos nuestra humanidad. Las palabras le dan sentido a nuestra vida, a nuestro entorno. Sin embargo, hay momentos en que el lenguaje se agota, se gasta, ya no es suficiente, y sólo queda un silencio que el receptor se ve obligado a interpretar como mejor le parezca. Algo parecido sucede con las imágenes, fotografías y videos.

Esto último pasó con México y la situación actual que vivimos: los discursos se gastaron y se perdió la sensibilidad. La violencia se ha normalizado a tal grado que las palabras perdieron su significado, se “quedaron huecas”, se nos “olvidó” que los muertos, desaparecidos y asesinados son personas como nosotros; perdimos nuestra capacidad de empatía y con ella un poco de nuestra  humanidad. Ahora, las palabras y las imágenes pasaron a ser un conglomerado de símbolos que se repiten una y otra vez en encabezados de periódicos, en discursos políticos, en campañas electorales, en las redes sociales, en noticieros, en las pláticas de café… y la única certeza que tenemos como mexicanos es que no pasa nada, nunca pasa nada.

¿Cuándo fue que se nos gastó el lenguaje? ¿Por qué ya no reaccionamos ante la fuerza de su significado? Fácil, porque lo que nos dicen y lo que pasa, no coincide; porque llevamos décadas conviviendo con mentiras y con la violencia. Con sus palabras e imágenes, haciéndolas tan nuestras y escuchándolas tanto que ya no las oímos, ni vemos ni sentimos… o al menos eso parece.

No hablo, no oigo, no veo.
Vía Shutterstock

Estamos “curados de espanto”, resignados, hartos y asustados… es más sencillo hacerse de la vista gorda, como que no pasa nada y que las cosas no están tan mal. El hartazgo y la rabia duran poco, para ser rápidamente engullidas por la cotidianidad de la vida: porque las marchas,  las manifestaciones, “no sirven para nada”, salvo para acabar golpeado por un macanazo; ser fichado, desaparecido o detenido.

La violencia contra el periodismo y la libertad de prensa ha repuntado horriblemente en los últimos diez años, pero no es nueva, viene de mucho antes. ¿Cuántos periodistas no fueron silenciados en los años 50, 60 y 70? Hoy en día vivimos con un poco de libertad, aparentemente. Pero nomás poquita, para crear la sensación de libertad en nuestras mentes al menos: un tuit, una publicación en Facebook, una foto de la marcha que se pierden dentro de un mar de información en el que navegamos a diario.

Pero, ¿existe realmente la libertad de expresión? No como tal. En México es algo que sólo se vive y se respeta en la superficie, por encimita. Bien dice el dicho que no hay que buscarle tres pies al gato porque tiene cuatro. Está mal visto que se investigue de más, que se busque llegar al origen de las cosas, a la verdad. Eso es lo que hicieron Nolberto, Gregorio, Mario, Daniel, Alberto, Ricardo, Max, Javier, Jaime, Miroslava y Jonathan, entre muchos otros. Destaparon la cloaca, abrieron la Caja de Pandora que es la realidad mexicana y fueron engullidos por ésta. El Estado no responde: dice pero no hace –porque entre lo dicho y lo hecho, hay mucho trecho– y, dentro de todo este caos, el ejército ha tomado las calles y carreteras, combatiendo violencia con más violencia. Pero eso no funciona, sólo empeora las cosas y nos hunde más en el pozo sin fondo en el que llevamos décadas ahogándonos.

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Por Mercedes Martínez Rojas

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