Lo que no es bello, no necesariamente ha de ser feo; y lo que no es bueno, no ha de ser malo. “¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?”, preguntó Diotima de Mantinea, una mujer sabia que enseñó a Sócrates (con la voz de Platón) las cosas del amor. Y con esto no nos referimos a la idea que existe en la actualidad: esa unión física basada en la atracción, pasiones, sentimientos y emociones hacia una o más personas. Tampoco se habla del amor familiar, el apego a alguien cercano y mucho menos el compromiso.

Para Platón, gracias a Diotima en El Banquete, el amor (puro) es la contemplación de la belleza universal, la unión de intelecto y bondad, la exaltación del espíritu por encima del cuerpo y, por ende, el amor que lleva al individuo al mundo de las Ideas y lo convierte en un ideal. Así es como nace el término “amor platónico”, el cual ha sufrido de algunos cambios en su definición hasta convertirse en un concepto vulgar y cotidiano que hace referencia a la naturaleza deseante del hombre (no necesariamente sexual), sobre todo aquello que jamás será propio. En este mismo texto filosófico, Eros es el ejemplo perfecto de lo que se mantiene en un punto medio, como amante de la sabiduría, contrario a la idea de que es un dios y es inmortal.

Para Diotima, Eros ama la sabiduría y ama al hombre. Se convierte en un mensajero de los dioses para el hombre y viceversa. Como una especie de Hermes con un rango mucho más alto, con la posibilidad de percibir en sí mismo, la capacidad del amor y la perfección del hombre a través del mismo. Esa relación entre Eros y la humanidad sirve como evidencia de que aquello que no termina, siempre ha buscado un fin: un cierre al dolor, a la vida y la existencia. En otras palabras, un dios envidia al hombre porque nace, vive, sufre, ama y, finalmente, muere. Sin embargo, el humano nunca ha sido capaz de comprender la grandeza del fin y busca desesperadamente la forma de alargar su tormento.

Una película que aborda este tema, el del “amor platónico”, la envidia de los dioses y su amor simultáneo por el hombre, es Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin) de Wim Wenders de 1987. Esta cinta nos presenta un mundo dual que en un principio no tiene puntos intermedios, y que está habitado por hombres y mujeres, y sus respectivos ángeles. Estos seres invisibles ante el ojo adulto (los niños tienen la capacidad de verlos por la pureza de su espíritu) vuelan sobre las calles del este de Berlín para proteger a las personas que fueron asignadas al mostrarles de forma inconsciente momentos de valor, o bien, para ayudarlos a atravesar su dolor.

Sin embargo, no tienen la capacidad de intervenir de forma directa ni de mostrarse, no pueden cambiar el destino de la humanidad. El amor de los ángeles es tan grande, que sufren con la misma intensidad el dolor del hombre y su muerte. Pero como mencionamos, éste tiene la capacidad de terminar su sufrimiento mientras el ángel debe seguir. Y así, Wenders nos presentó en Las alas del deseo a Damiel y Cassiel, interpretados por Bruno Ganz y Otto Sander, dos ángeles que custodian la ciudad y sirven de testigo de distintas historias de sus habitantes.

Ellos existen desde antes de todos los tiempos, y tienen muy clara su “labor” como mensajeros y protectores. Sin embargo, la realidad de Damiel cambia de forma inesperada cuando se enamora de una trapecista. Es tanto su amor por ella, o al menos la idea, que decide sacrificar su condición inmortal, su existencia como ángel, para poder estar con ella (sentir el dolor físico y comprender por qué los seres humanos navegan de esa forma entre sus sentimientos y pasiones). Una parte importante a considerar, es que no hay vuelta atrás y el ángel pierde todas sus cualidades divinas.

Cualquier parecido con Un ángel enamorado (City of Angels) con Nicolas Cage y Meg Ryan, no es coincidencia. Este remake de 1998, sigue la misma historia que la propuesta de Wenders junto a los guionistas Peter Handke y el fotógrafo Henri Alekan. No obstante, existe una enorme diferencia entre cada uno, y la más grande reside en la narrativa visual del director alemán y su intención inconsciente de exponer el imaginario alemán, el cual estaba dividido por un muro físico y una lamentación espiritual.

En muchas ocasiones, el mismo Wim Wenders ha negado el sentido alemán de la cinta, pero resulta innegable, al menos en la parte visual y en el título original: Der Himmel über Berlin o El cielo de (o sobre).

Las alas del deseo llevan al espectador por un mundo quimérico y una realidad que también puede sumirse en la fantasía. Damiel, en una de las escenas más icónicas del filme, consuela a un hombre que acaba de tener un accidente vial y, parece, está a punto de morir.

Con cámara en mano, como en varias ocasiones se aprecia, seguimos a Damiel mientras escucha los pensamientos de su protegido (quien se arrepiente de no haber dicho algo, quien estás asustado, quien no quiere morir) y lo ayuda a calmarse… pero no a irse. Cuando este ángel mantiene su inmortalidad, la película se maneja en blancos y negros, pero cuando decide ser humano, la cámara toma color como un sinónimo de vida, presente en aquella escena en la que Marion, desnuda, deja ver su cuerpo en esos dos tonos.  

Resulta pues, irónico, el amor desbordado del ángel por el hombre, pero no el amor del hombre por sí mismo. Otra de las cualidades que reflejan la realidad de la sociedad alemana en una época confusa que los mantenía aislados es cuando un hombre dice “Estábamos solos”, el cual era custodiado por Cassiel mientras se cuestiona el sentido de su existencia. No la del humano, sino simplemente la suya. Finalmente, el hombre se suicida frente a los intentos desesperados de dos personas de llamar su atención y la presencia etérea de su ángel.

Este tipo de diálogos y escenas son las que conforman una película bella gracias a la presencia del veterano Henri Alekan y sus trucos para darle textura y profundidad a una historia que de por sí navega entre la reflexión y la tristeza, y sirve como una antesala para la unificación de Alemania con la caída del muro de Berlín a partir de 1989.

Las alas del deseo es considerada una de las mejores películas de la década de los 80 (nos cuesta pensar en otra que sea más poética en cada uno de sus aspectos). En 1993, con el muro ya completamente destruido, Wenders liberó una secuela de esta cinta bajo el título de ¡Tan lejos, tan cerca! junto a Otto Sanders como Cassiel y Nastassja Kinski como Raphaella bajo una propuesta estética muy similar a la de su primera entrega.

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