Por José Ignacio Lanzagorta García

Es un hecho: si en la mesa de al lado están tomando su frappé –eso que antes llamábamos “raspado”– con un popote, puedes malmirarles. La imagen de un océano repleto de estos tubitos penetrando las fosas nasales y fauces de las más tiernas bestias marinas es intolerable. Sentir cómo esa escarcha baña el paladar y se derrite distribuyéndose por el resto de la boca con la presión de la succión, significa poner en riesgo la vida de una tortuga. ¿Vale la pena esa crueldad sólo por no usar una cucharita? Quienes padecen fobia a los gérmenes y que están convencidos de que, por alguna razón, los popotes son como antisépticos, pondrán su vida sobre la de la tortuga, sin importar malmiramientos. Por lo demás: al diablo con la industria popotera.

Quizás en el fondo todos lo sabemos: la salvación de la vida en los océanos no está, ni cercanamente, en la extinción de los popotes. Y entonces vienen los chistes. Sin embargo, algunos exclaman sus burlas con un cinismo triunfalista que raya en insinuar que los popotes fueran inocuos. La consciencia ambientalista nunca puede ser más ridícula que el conservadurismo que se indigna y se mofa de ella. La prohibición de los popotes es uno de los pequeñísimos límites que, de vez en vez, aparecen contra la interminable lista de nuestros innecesarios consumos. “Igual se toman su jugo en vaso de plástico”, dicen los conservadores. “Es un comienzo”, dicen los entusiastas que, reconociendo su inefectividad, se ilusionan con el pasito en la dirección correcta. Yo a veces pregunto si es que sólo ofrecemos lo único que podríamos dar.

sin popote

Parte de la sorna que hay ante el anuncio de que Starbucks y otras empresas van a retirar los popotes de sus establecimientos es contra la hipocresía de una cultura del consumo ético. Lo que denuncian es a quienes luchan sin mucho esfuerzo por sentirse en paz con su forma de transitar por un planeta en extinción; denuncian a quienes creen que el equilibrio sólo está en sacrificar un par de hábitos –y no tanto otros- y, encima, pontificarán sobre sobre ello; denuncian a las empresas que si hacen algo como suspender los popotes, no es más que por un buen cálculo en relaciones públicas de eso que en inglés llaman el “greenwashing”. Nos vamos a la mierda con o sin popotes. Las tortugas y nosotros. Pero si te hace sentir mejor que ya no uses popotes, pues vas.

El cínico se regodea en lo pírrico de la victoria al grado de aborrecerla. Antes que cualquier cosa, le ofende la superioridad moral que se arrogan quienes dicen que mejor sin popote. Su lucha es contra eso a cualquier precio: nadie para decirle qué puede y qué no puede consumir, no hay tortuga que valga. En las redes sociales se libra una batalla de memes para ver quién consigue denigrar más la lucha del otro. Muy pronto sabemos que ni siquiera estamos discutiendo ya sobre popotes, sino sobre dos grandes conglomerados de lo que unos piensan que son los otros.

Es interesante cómo se valorizan asuntos tan concretos de las agendas ambientalistas. Tal vez la conciencia de que todo se va a ir al garete ya la tenemos todos –excepto el presidente de los Estados Unidos, parece–. Después de décadas de películas apocalípticas, campañas educativas, algunas limitadas políticas públicas y que finalmente los efectos del largamente avizorado cambio climático empiezan a ser palpables, ya nos la comenzamos a creer. Sin embargo, las causas antropogénicas de la destrucción nos llevan a la misma ansiedad y frustración que todo lo demás: sabemos que el problema es “el sistema” y que ése no se transforma con cariñitos ni con “el cambio está en ti”. Pero entre uno y otro, sólo quedan los paliativos. Dejar de consumir popotes no significa cambio cultural alguno en la rapacidad de un capitalismo destructivo, pero el que el video de una tortuga damnificada consiga la viralidad que impulse una campaña global contra los popotes tal vez ya apunta a un nuevo consenso más serio de ideas sobre el rumbo en que estamos y el que se debe tomar. Y vería con entusiasmo el también consenso que hay de lo insignificante de esta victoria: con burlas o sin burlas, nos queda claro que en temas ambientales hay que ser radicales. En tanto, qué bueno que de menos nos estemos quitando los popotes.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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