Por L. M. Oliveira

I

Antes que nada, el bosque. Es lo primero que distingo: su perfume se presenta como el azahar, los nardos o el mar. Su frescor cubre mi piel igual que un velo fino y suave. Luego advierto el dolor y la oscuridad: tengo las manos atadas y los ojos vendados. Hace unas horas que viajamos rumbo a Utopía, una villa en medio de la nada. Por los movimientos bruscos de la camioneta, supongo que la carretera se convirtió en brecha. Después de varios atascos, el vehículo queda absolutamente varado. Y por más que el piloto intenta avanzar, los neumáticos sólo resbalan, como si fueran lisos.

—Bájalo —ordena el conductor con voz aguardentosa.

El copiloto desciende con rudeza, abre la puerta de atrás y me jala del brazo. Mientras me aleja de la camioneta, doy un traspié y él, para evitar que caiga, tira de mi chamarra. Nuestros cuerpos chocan y así descubre que llevo algo en el abrigo.

—Este cabrón trae un teléfono.

El conductor sale del atascadero y entonces contesta.

—No pasa nada, en este pinche cerro a veces parece que no existe ni el sol. Mejor ponte a las vivas, no vaya a ser que los de Nueva Belén anden merodeando.

El tipo toma el teléfono y me regresa con violencia al asiento trasero. Entonces continuamos nuestro camino a Utopía.

Después de varias horas, por fin nos detenemos. Escucho cómo abren las puertas del vehículo. Luego tiran de mi brazo para sacarme de la camioneta. Ahora desamarran mis muñecas, cuando están libres me quito el vendaje con un movimiento rápido y los busco con la mirada. Las luces del vehículo están encendidas, es lo único que nos alumbra en la noche cerrada de la montaña boscosa.

—Este no era el trato.

—Cállate y échate a correr —dice el copiloto mientras suelta una carcajada—, que empieza la cacería.

—De qué hablas —digo y lo empujo—. Llama a Cristóbal, quiero hablar con él.

El conductor saca su arma y dispara al piso:

—Échate a correr, que con el próximo tiro te dejo cojo. Tienes un minuto para esconderte y salvar el pellejo.

Corro en dirección contraria a las luces de la camioneta.

—Dale cinco minutos—alcanzo a escuchar que dice el otro—. Si es un pobre chilango…

No pienso detenerme. Pero la luz de los faros deja de ser suficiente, y es difícil avanzar sin luz a través del bosque y su suelo irregular. Sigo mi huida, a tientas. A lo lejos los escucho gritar.

—¡Ya vamos por ti, chilanguito!

Me abro paso en la oscuridad y pienso en lo estúpido que es huir en mis circunstancias: si logro escapar ¿cómo voy a salir de ese bosque inmenso? Cavilo, además, que aquello debe estar lleno de acantilados. Y entonces me golpeo la espinilla con una roca. Pongo la mano sobre la piedra, la tiento, es grande y, por lo que logro percibir, se extiende más de forma horizontal que vertical. En mi búsqueda hallo una oquedad, la exploro, se agranda. Me guarezco y, ya oculto, imagino que quizá es la madriguera de algún depredador. Estoy escondido en la boca del lobo, pienso, hasta que sus voces interrumpen esa idea:

—Aluza ahí.

—No hay nada.

El corazón retumba y la respiración se acelera, lo bueno es que la adrenalina espanta el frío.

—Si no lo encontramos se lo van a comer los lobos —dice uno de aquellos.

No hay lobos, es un engaño, dice una voz en mi cabeza y entonces, detrás de mí, escucho unos pasos. Son dos muchachos que ahora hablan entre sí:

—Nos van a ver, te dije que no viniéramos tan cerca.

—Ya me lo dijiste cien veces. Está bien, vámonos; pero con cuidado, no vayas a hacer ruido.

Y pese a la precaución, una rama truena bajo sus pisadas.

—¡Alto! —grita el copiloto.

—Han de ser los hijos del cabrón de Nabor, dispárales, échate a uno —sugiere el conductor con su voz aguardentosa. Corren hacia ellos.

Escucho varios tiros. Pero los muchachos extraños ya se perdieron en la noche y el bosque.

—Órale, ya estuvo bueno, vamos a encontrar a este cabrón, que se está haciendo tarde.

Al perseguir a los muchachos se acercaron a mi guarida. Buscan con su luz sobre la roca en que me oculto.

—Ha de estar entre las piedras.

Vienen hacia mí, y decido que no voy a morir escondido, así que me pongo de pie y digo lleno de valor:

—Adjuva me domine.

Entonces alumbran mi cara y me deslumbran como a un lagarto.

II

Luis de Cáncer se tiró de la embarcación, las aguas estaban recias por culpa de una tormenta tropical, nadó con todo y su vestimenta de fraile dominico hasta la playa, con gran esfuerzo. Ahí, de rodillas y con las manos en cruz, oró: “Adjuva me domine”. Imagínate el mundo sin luz. Siente en tu pecho el frío de las cavernas más profundas; el de las aguas insondables del hondo Pacífico. Descubrir el fuego bendijo las noches, trajo la terneza nocturna a las tierras heladas. Nadie es capaz de amar aterido: dime, ¿en qué piensas cuando tiritas de frío? Somos hijos de la luz, ¡oh! Señor mío. Y se hizo la luz mientras repetía esas palabras en medio de la fría penumbra. Ahora la veo entrar por dos ventanas rectangulares y estrechas, como mirillas de búnker, e iluminar toda la habitación en la que estoy preso. Preso como una bestia. El lugar imita el interior de una pirámide: las paredes son rectas hasta cierta altura, quizá un metro cincuenta, y entonces se inclinan como escaleras inversas que una piedra angular sostiene en lo alto. La estructura de piedra parece un arco maya. Pienso por un momento en Uxmal, en un palacio de techos bajos y estrechos, que a los ojos modernos parecen tan sofocantes. Recuerdo que hace años pasé por ahí. Y si bien buscaba otra cosa, aproveché para visitar las ruinas mayas y los conventos españoles de la península. En Yucatán, no cabe duda, está plasmada en piedra la batalla entre dos ideas de Dios: por un lado se levanta Kukulkán, serpiente que baja la pirámide en primavera; y, por el otro, a unos kilómetros, se yerguen los campanarios en nombre de la Cruz. Cristóbal San Juan, el motivo de aquel viaje por Yucatán, periplo que terminó conmigo preso en este corazón de pirámide, hablaba mucho de esa pugna entre divinidades. Tengo que reconocer que sus palabras comenzaron a ensanchar mi noción de Dios. Y que hoy, tras deambular durante años por el mundo, por fin terminé de engrandecerla: tiré el paternalismo católico y me entregué a la divinidad que existe en cada uno de nosotros: Dios no es un padre dadivoso, es la fuerza con la que luchas por lo que anhelas, es la enjundia que empuja a la venganza. Hoy, igual que Cristóbal, entiendo a Dios como una búsqueda espiritual, y no a manera de creador. Dios es consistente con la física moderna, es la batalla contra el caos.

El caos encadena acontecimientos improbables y nos arroja a esta vida de casualidades. Si estoy encerrado aquí, viendo cómo se cuela la luz como un cuchillo, sin derramarse, es culpa de que conocí a Cristóbal, y eso sucedió porque, meses antes, mi hermano me echó de casa:

—Sandra y yo decidimos vivir juntos, ¿por qué no buscas otro lugar para ti?

La casa fue una herencia para los dos, así que pude quejarme de esa decisión arbitraria, pero no le dije nada. Una vez más, mi hermano supo tomar ventaja de mi cobardía: esa tremenda incapacidad de plantar la cara y decir que no. Siempre se aprovechó de mi carácter. De hecho, más atrás en la cadena improbable de sucesos que me llevó a conocer a Cristóbal, hay un momento que pudo cambiar todo: cuando conocimos a Sandra, ella quería estar conmigo y, sin embargo, no supe acercarme. Y eso lo sé porque, años después, en una cena de navidad, ella nos contó:

—Yo quería contigo.

Pero mi hermano se la ligó en ese viaje cuando apenas me distraje. No quedó más que tragarme la derrota.

Pese a que pude sentirme agraviado por todo aquello, lo tomé como una oportunidad de cambiar de aires: necesitaba vivir más cerca de la médula citadina, y así llevar una vida social menos anacoreta. Quería comprar un departamento céntrico, de preferencia antiguo y reformado. Pero claro, para ello necesitaba pelear con mi hermano para que soltara lo que me correspondía. Y es que la cosa estaba así:

Mis padres confundieron su tacañería con conocimiento de administración. Por eso cometieron el error de dejar en sus manos todo el patrimonio que nos heredaron. Sólo añadieron una nota al testamento, pidiéndole que repartiera la herencia justamente entre los dos. Pero el señorito decidió que yo sólo merecía una parte de las utilidades de la empresa, una fábrica de tinacos, porque no quería dedicar un segundo de mi vida a la elaboración de depósitos de agua. Él, en cambio, se pagaba, además de las utilidades, un sueldo de gerente. Quizá tenía razón, aquello no merecía una pelea, pero que me echara de la casa paterna sin resarcirme, era a todas luces un robo escandaloso. No lo enfrenté de cara, por supuesto, no tenía arrestos, contraté a un abogado medio ladrón. Fueron meses dolorosos, no son fáciles las disputas fraternas. Pero cuando conseguí mi parte, restando el porcentaje que se llevó el leguleyo, al fin salí sonriente a buscar un departamento agradable.

Los edificios viejos, cuando están en buen estado, suelen ser más sólidos, espaciosos y bellos. Me costó mucho trabajo encontrar alguno que satisficiera mis expectativas. De entre los tres o cuatro que tenía en la mira, ninguno valía la pena. Pero un día encontré el adecuado. Fue así: después de una larga jornada de búsqueda infructuosa, tomé asiento en una terraza y pedí un expreso. La luz del sol era tan apacible y cálida que aquel momento también pareció bueno para leer. Saqué el best seller que me ocupaba esos días y un cuaderno de notas, pues debía anotar mis impresiones; así lo exigía mi profesión de crítico literario: tenía una columna, que escribía bajo seudónimo, en la que cada semana hablaba de estructuras, personajes, influencias, debilidades, inteligencia, valentía, fuerza del lenguaje. El nombre falso me daba la seguridad de la que carecía en la vida. Si todo fuera tan fácil como esconderse detrás de una careta…

L. M. Oliveira

El anterior es un fragmento del primer capítulo de El oficio de la venganza, una novela sobre las emociones más básicas de los seres humanos.

***

Luis Muñoz Oliveira es investigador del CIALC-UNAM. Ha publicado las novelas Bloody Mary (Literatura Random House, 2010), Resaca (Literatura Random House, 2014) y Por la noche blanca (Ediciones B, 2017), así como los ensayos La fragilidad del campamento (2013) y Árboles de largo invierno (2016).

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