Por Miguel Cane

Un grupo de jóvenes soldados ingleses camina por las calles desiertas del puerto francés de Dunkerque (o bien, Dunkirk), ahora convertido en un pueblo fantasma. Dentro de tres minutos, uno de ellos caerá bajo las balas de un francotirador alemán… y la cinta de Christopher Nolan no se detendrá hasta llegar a su emocionante desenlace, una hora y cincuenta minutos después.

El que Dunkerque sea, para estándares del director de filmes célebres por su larga duración, como Interstellar, Batman Begins o Inception, breve, no quiere decir que le falte sustancia. Por el contrario; dura lo que tiene que durar, y el ritmo, pautado por la impecable, inquietante y espléndida banda sonora de Hans Zimmer —esos staccatos de cuerdas que puntúan las primeras secuencias aéreas, por ejemplo — es impecable. No le sobran minutos ni le faltan escenas. De este modo, Nolan consigue contar las tres historias principales y sus respectivas subtramas, de manera expedita y que mantienen la tensión en el espectador como señalaba antes, desde el comienzo, sin que el que algún aficionado a la historia de la Segunda Guerra Mundial sepa el resultado, afecte la manera de relacionarse con lo que ve.

Dunkerque cuenta algunos detalles — primordialmente ficcionalizados— de la llamada Operación Dynamo, que consistió en la evacuación y rescate de las tropas inglesas varadas en el puerto, entre el 26 de mayo y el 4 de junio de 1940, unas semanas antes de la rendición del ejército francés ante los nazis y la posterior ocupación, que duraría cuatro años. Cuando los ingleses pensaban que sólo podrían evacuar a 30,000 de sus hombres, teniendo casi 400,000 en la playa, bajo asedio de los nazis y sin apoyo de los galos, ocurrió lo que muchos califican aún de un milagro: decenas de embarcaciones civiles — desde humildes barcos de pesca hasta yates de recreo, lanchas de motor y barcos de pasajeros— se lanzaron en pos de los soldados a través del Canal de la Mancha, desafiando al clima y a los peligros de los enemigos tanto aéreos como acuáticos.

Las líneas principales de Nolan son tres: tierra, agua y aire. En tierra está el muelle, donde los heridos son llevados a barcos hospital de la cruz roja; ahí vemos a dos jóvenes soldados rasos, Tommy y Alex —Fionn Whitehead y un sorprendente (por lo buen actor, dada su inexperiencia previa) Harry Styles, antaño de la bandita de britpop One Direction —, que inútilmente tratan de desertar de varias maneras y no lo consiguen; su miedo a morir en la arena los lleva a preservarse y a encontrar en su improvisada alianza un apoyo mutuo, mientras que sirven como ojos y oídos para que el espectador sepa las tribulaciones de la armada británica —aquí representada por el comandante Bolton (Kenneth Branagh), que no piensa moverse hasta ver partir al último hombre.

La segunda historia, en el agua, es la más conmovedora: Mr. Dawson (Mark Rylance) y su hijo Peter son dos de los voluntarios que se hacen a la mar, para rescatar soldados. Los acompaña George, un joven vecino y en el camino encuentran a un soldado (Cillian Murphy) en estado de shock, sobreviviente de un naufragio, al que ayudan a subir a su bote y que se rehúsa a volver a Dunkerque. Su historia, de trágicas consecuencias, se hilvana de modo impecable con la tercera, y quizá más vistosa: el aire.

Ahí es donde encontramos a los pilotos de la RAF Farrier y Collins (los estupendos Tom Hardy y Jack Lowden), quienes van cruzando el canal para prestar ayuda y se encuentran con la Luftwaffe, empezando una escaramuza aérea mientras tratan de alejar al enemigo del muelle y de conservar su combustible, que escasea peligrosamente.

Narrada en tiempo fragmentado, la cinta no tiene una estructura lineal; sin embargo, es sencillo seguirla; Nolan consigue involucrar al espectador en cada trama y éstas no son difíciles de seguir: el resultado es una cinta tensa y a la vez ágil, que tiene el gusto del cinema tradicional (de hecho, se filmó en 70mm) y de grandes filmes del género como El puente sobre el río Kwai, El día más largo o, incluso, Salvando al Soldado Ryan. Pero sin tomar “homenajes” de ellas — como descaradamente lo hace la cosa esa de los Simios, que se estrenó simultáneamente—, sino poniéndose a la altura temática, explorando su propio momento.

No hay vencedores ni vencidos en Dunkerque; hay historias vivas. Y el interés humano, más que el conflicto bélico, hacen que la cinta se sienta importante y cercana, llevándonos por una amplia gama de reacciones, que van desde el humor negro hasta la profunda compasión. Nolan se deja ver de nuevo como un director de actores, no sólo de efectos visuales, y justifica el que algunos lo hayan llamado el heredero del trono de Kubrick — aunque personalmente creo que está más cerca de la épica de David Lean… y eso es un elogio mucho mayor.

Bellamente fotografiada —con cámaras IMAX — por Hoyte van Hoytema (que también trabajó con Nolan en Interstellar y con Spike Jonze en Her), ésta es una película muy distinta en la filmografía de su autor. Es una cinta adulta, redonda, inteligente, emotiva y arriesgada. Definitivamente ésta sí es una obra no sólo de arte en el quehacer de Christopher Nolan, es una verdadera obra maestra, que debe verse en la pantalla más grande posible, y más de una vez.

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Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).

Twitter: @aliascane

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