Por Miguel Cane

En medio del bombardeo constante de blockbusters que llegan de Hollywood a lo largo del año —por ejemplo, se acaba de estrenar La Momia, una película de Tom Cruise, que es literalmente una mierda infame y no se las voy a recomendar en este espacio—, a veces se pierden algunas películas de carácter independiente, que o son condenadas al limbo de lo que se conoce como la “sala de arte” o a la Cineteca Nacional, donde los hipsters deciden qué vive y qué muere, o de plano no llegan nunca a pantallas de acá, de este lado… Aunque ahora existe Netflix y si bien no falta quien se ha quejado, diciendo que es “la tumba para la cinefilia”, también puede ser una opción para salvar del anonimato o de la oscuridad a algunas películas interesantes, modestas, limitadas en su estreno, pero con mucha gracia e inteligencia que se dejan disfrutar por el espectador aventurero.

Tal es el caso de Catfight, del director estadounidense de origen turco Onur Tukel, una mezcla completamente idiosincrásica de Hannah y sus hermanas de Woody Allen con Kill Bill de Tarantino. Esta cinta, estrenada en el TIFF, es una de esas pequeñas e insólitas obras maestras que se estrenan en pocos cines, pero que acaban entusiasmando al público y es imposible no correr la voz.

La cinta, también escrita por Tukel, y ambientada en Manhattan, es una comedia negra (muy, muy negra) que pone frente a frente a dos conocidas actrices. Una de ellas es Anne Heche, a la que muchos, lamentablemente, recuerdan más por su vida privada (antes era lesbiana y anduvo con Ellen DeGeneres, y luego decidió que era extraterrestre y se hacía llamar “Celestia” y luego se casó y tuvo hijos), que por sus trabajos realmente interesantes y notables — fue una especie de Lady UltraMacbeth en Birth de Glazer, con Nicole Kidman, por ejemplo— en cine y TV; su adversaria en esta ocasión, es nada menos que la formidable Cristina Yang de  Anatomía de Grey, Sandra Oh, que siempre se ha distinguido por ser una actriz brillante (¿recuerdan su fabuloso momento poniéndole en la madre al cínico personaje de Thomas Haden Church en Sideways?).

Ellas interpretan a Veronica (Oh) y Ashley (Heche); la primera es la arrogante esposa de un sujeto que se ha hecho rico con el  negocio de la venta de cascajo y vive en un departamento lujoso; la otra es una neurótica artista lesbiana muy metida en la onda del arte conceptual que no tiene dinero porque sus pinturas son excesivamente violentas y nadie las quiere comprar, por lo que — para su disgusto— la mantiene su novia (Alicia Silverstone, nada menos), una activista que tiene un servicio de catering,  con la que quiere tener un bebé.

Ambas son viejas conocidas de la universidad, que después de veinticinco años de no dirigirse la palabra, ni verse —nunca sabemos por qué acabaron peleadas estas amigas y rivales—,  y ahora, de manos a boca, coinciden en una fiesta popoff en TriBeCa donde una es invitada y la otra sirve copas de mala gana.  En medio de esta celebración se enzarzan en una disputa que rápidamente va subiendo de tono (que una esté ebria y la otra pacheca no ayuda mucho a mantener la compostura social) y la cosa  termina en una bestial pelea a puñetazos, patadas, pellizcos, llave —urracarranas, descorchadoras, tapatías—, y mordidas a la mala, que acaba por mandar a una de ellas al hospital en estado de coma… pero ése es sólo el principio. Luego la cosa se pone mucho más interesante cuando despierta y se da a la tarea de buscar a su enemiga y entonces… (contar algo más sería un spoiler terrible).

Haciendo un uso magistral de la música clásica en su banda sonora —desde la Naranja Mecánica de Kubrick no se hacía una mezcla tan sublime y malamadre entre la exquisita música de Mozart y Beethoven con chingadazos espectaculares y patadas voladoras— y con un gran manejo del combate escénico,  Tukel desarrolla una serie de situaciones que van de lo dramático a lo cómico y hasta lo surrealista. Su película explora en este marco tan procaz y brutal (¡vea a estas dos ñoras convertidas en émulos de Bruce Lee himself!) algunos temas que no suelen aparecer en el cine cómico de ordinario, para darle a Catfight  una personalidad muy única. Aunque tiene ecos de esas cintas que mencioné antes, la verdad es que nunca había visto algo así. Ingmar Bergman meets Mel Brooks meets Mortal Kombat, y entenderán a qué me refiero.

De esta mezcla surge una sátira social con mucho qué decir sobre los objetos de su mordaz observación, y es una mirada tan ácida sobre los estilos de vida alternativos (los súper ricos, las parejas gays, los artistas hipsters, etcétera), que resulta irresistible y a la vez polémica —uno no puede despegar los ojos de la pantalla.

Catfight es quizá un placer adquirido y seguro a más de uno lo dejará incrédulo, pero definitivamente es algo que tiene que ser visto para ser creído.

Y después, corran la voz.

***

Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).

Twitter: @aliascane

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