La noche del domingo fui al concierto de Buena Vista Social Club en el Auditorio Nacional por la sencilla razón de pasar un buen rato. ¡Y nada más! No quería hacer otra cosa más que estar a gusto por un par de horas, escuchando a viejos (muy viejos) maestros del oficio. ¿Acaso hay gente que va a un concierto porque siente que tiene que estar ahí para ser parte de una escena? ¿O sólo para anotar el nombre de una banda en su lista de conciertos como si estuviera coleccionando Tazos? Sería algo patético. Pero quiero pensar que la gran mayoría de los asistentes pagan su boleto con la intención de divertirse, relajarse, y alejarse de la cotidianidad de su vida diaria. ¿Qué más da si estás en la luneta o en el segundo piso? La música te va a llegar a los oídos donde quiera que estés.

Mientras veía a la orquesta cubana tocando para miles de fans encerrados en el Auditorio Nacional, de vez en cuando cruzaban por mi mente los sucesos de los últimos días en Europa. Aunque es cierto que uno se escapa de la realidad cuando se deja llevar por el camino de una melodía, tal fue el impacto emocional que dejaron, más que nada porque fueron golpes directos a la música y cómo la disfrutamos.

El primero fue accidental: Hace un par de semanas, en un concierto de metal que tuvo lugar en un foro de Bucarest, un accidente con fuegos pirotécnicos provocó un incendio que mató a 55 personas, incluyendo a cuatro de los cinco integrantes de la banda local Goodbye to Gravity. El número de heridos fue todavía mayor. El inmueble sólo contaba con una salida, no había indicaciones en caso de emergencia, y el mismo recinto estaba construido con material inflamable de la era soviética que permitió que las llamas se propagaran rápidamente. Una tragedia de esta magnitud, por supuesto, exige culpables. Ante las protestas de miles de personas, el primer ministro de Rumania y todo su gabinete renunciaron a sus funciones.

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El segundo suceso, que ocurrió el viernes pasado, recibió más cobertura mediática porque (1) no fue un accidente sino parte de un ataque terrorista sobre una de las ciudades más pobladas del mundo, (2) ocurrió durante el concierto de una banda estadounidense de rock, reconocida a nivel global, y (3) la naturaleza dramática de la situación: una toma de cientos de rehenes que desembocó en una masacre. La tragedia que tuvo lugar en Le Bataclan -al igual que en los otros puntos de París que fueron atacados- ya fue documentada en su momento, así que no vale la pena hacer un recuento de los hechos. Afortunadamente, los integrantes de los Eagles of Death Metal escaparon con vida, pero no puedo decir lo mismo sobre las 89 personas que murieron en el tiroteo.

En la lógica perversa de los terroristas, los ataques en París surgieron como respuesta del Estado Islámico al papel militar que juega Francia sobre los conflictos armados del Medio Oriente, principalmente Siria. Aunque siempre son cuestionables los motivos de Francia y de otros países por involucrarse en las guerras de tierras lejanas, los llamados guerreros de Alá dispararon sus armas de alto poder contra gente inocente, porque en la ingenua mente del yihadista, en las naciones occidentales donde impera la democracia representativa, el ciudadano común y corriente es el verdadero líder, no sus presidentes ni sus primeros ministros. Ya que todo atentado terrorista no está ausente de un mensaje simbólico, los ataques se llevaron a cabo en diversos puntos de reunión de la cultura capital del consumidor, como estadios, cafés, y foros de conciertos, en este caso, el teatro Le Bataclan, “donde cientos de paganos se habían reunido en una fiesta del vicio y la prostitución,” según dice el ridículo comunicado de Isis.

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Desde el punto de vista del fan que solo va a un concierto para escuchar música y divertirse, no debería ser nuestra responsabilidad asegurarnos si un recinto tiene suficientes extinguidores a la mano, o si el Estado Islámico tiene planes de explotar una bomba en el foro local. Precisamente vamos a conciertos para no tener que preocuparnos por esas cosas que caen en el campo de lo real. Claro, no son pocas las bandas que traen un discurso político o hacen una crítica social a través de su obra. Pero esos mensajes se transmiten en el contexto de la expresión artística.

El arte es maravilloso porque en el arte hay estructura, existe un proceso, y el artista nos va guiando de la mano por un camino que conocemos bien, aunque siempre haya algo ligeramente distinto. Así como en una película hay planteamiento, desarrollo, clímax, y desenlace, en la música pop hay verso-coro-verso, y así es como nos gusta. A la razón le gusta que las cosas tengan un sentido congruente. En cambio, en la realidad, tan arbitraria y tan impredecible, nadie podría decirte si en dos días vas a morir atropellado por un pesero. Sería de lo más anticlimático.

Por tal motivo, es inquietante cuando la realidad irrumpe con tanta violencia mientras queremos escaparnos de ella a través de la música. Y es triste ver las imágenes de gente sonriendo ya sea justo antes o durante el concierto de Eagles of Death Metal, sin la más mínima idea de que un pequeño grupo de egoístas dementes van a cambiar sus vidas. Quizás sea un recordatorio de que la belleza no es más que un espejismo, así como nuestra sensación de seguridad es una ilusión en el gran esquema del caos que gobierna al mundo. ¿Pero eso qué? ¿Dejaremos de ir a conciertos bajo la amenaza siempre presente, por más improbable que sea, de una tragedia? Tanto en Rumania, como en Francia, y en el resto del mundo pagano, yo espero que no. Se lo debemos a nuestra salud mental.

T: @ShyTurista

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