Imagina que en América Latina viven más o menos 113 millones de personas en asentamientos urbanos informales, algo cercano al 23% de todos los habitantes de las ciudades. Específicamente en México la situación es difícil de calcular pues ni siquiera el INEGI ha sacado información estadística. Sin embargo, entre toda la falta de información, algo sí sabemos: a un año del sismo este número corre riesgo de ser cada vez mayor.

En el librito, un asentamiento humano se puede definir como un grupo de familias —8 o más— que viven en un terreno con situaciones legales irregulares, y que al menos tiene la falta de acceso formal a un servicio básico; o sea, electricidad, agua, alcantarillado, etc.

Fuera del librito la cosa cambia: personas en estados vulnerables, con un déficit de servicios básicos y derechos humanos. Una calidad de vida marcada por el hacinamiento y la falta de planeación. Familias enteras que no cuentan para los programas gubernamentales —ni para sus estadísticas—, que viven en el prejuicio, la discriminación y el estigma. Un grupo de gente que vive, sí en la capital, pero básicamente en otra ciudad.

Si somos precisos, a un año de los sismos de septiembre no podemos asegurar la aparición de nuevos asentamientos irregulares. Algunos dirían que les falta “consolidación”.

Campamento de damnificados // Foto: Publimetro

Sin embargo, existen campamentos de damnificados que, ante la falta de respuesta gubernamental y la vulneración de su derecho a una vivienda adecuada, siguen activos hasta el día de hoy. Campamentos en espacios públicos o predios prestados. Formalmente sin agua ni luz y, muchas veces, ni siquiera un techo apropiado para aguantar esta época de lluvias.

Un ejemplo conocido es el de las y los vecinos del Multifamiliar de Tlalpan. Todavía viven en un parque y ocupan las canchas deportivas de su unidad. Sienten día a día las desventajas de vivir en un lugar que no fue pensado para eso.

Y sí, las “desventajas” no son únicamente en la calidad de vida. Las personas que viven en asentamientos irregulares que ya se consolidaron se enfrentan día a día a decenas de estigmas sociales.

Carlos Luis Escoffié, un abogado especializado en derechos humanos y voluntario en TECHO, escribía hace unas semanas sobre esta situación.

Escoffié decía que para lo que la sociedad son “paracaidistas, invasores, oportunistas o huevones que no pagan sus impuestos”, en la realidad son situaciones precarias en vacíos legales, con servicios informales —que termina siendo más caro conseguir agua por tus propios medios que pagarla, por ejemplo— o una forma más de exclusión.  

Claro, y todo bajo la más profunda invisibilización institucional. Al final del día, “no sabemos cuántos asentamientos existen, cuánta gente habita en ellos, en qué condiciones y si tienen acceso a los servicios más básicos”.

¿Y qué hacer?

Una sola palabra: reconstrucción.

El verdadero reto está en reconstruir lo más pronto posible. Así, evitaríamos que cientos de personas, por no tener otra alternativa, terminen consolidando su derecho a una vivienda digna en lugares que no tienen —ni cerca— las condiciones adecuadas para desarrollarse.

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