Por José Acévez

Con motivo de las pascuas, tuve oportunidad de visitar Brasil por unos días, específicamente Río de Janeiro y São Paulo. Las sorpresas no fueron menores, el país carioca es sin duda uno de los proyectos civilizatorios que más me han impactado: su desarrollo urbano, sus propuestas arquitectónicas, su entendimiento de la modernidad, su particular relación con la naturaleza, su diversidad sociocultural, su belleza en sí. Pero, también, por los recurrentes ecos que encontré con México.

Y no tanto en similitudes estilísticas o urbanísticas (aunque en algunas calles paulistas exentas de rascacielos te puedes llegar a sentir casi como en la Tabacalera o la Narvarte), sino en ciertas formas de sus paradojas sociales, sus interacciones cotidianas y sus dramas políticos que hacen que el vínculo entre las dos potencias latinoamericanas sea más que dos poblaciones que comparten un territorio amplio, conquistado y con afán de figurar en el sistema mundial.

Brasil
Foto: Shutterstock

A ambas naciones parece unirlas un modus vivendi que se sostiene en la esparcida y disímil explosión demográfica; en la dependencia al petróleo de Estado; en el pasado y afianzamiento religiosos (los dos países más católicos del mundo con una tendencia aún inexplicable hacia la diversificación en adeptos, sobre todo evangélicos); en una cultura popular vibrante; en la corrupción como fundamento de todo; el racismo como principio ordenador de las jerarquías, y en la explícita y casi cínica desigualdad socioeconómica.

Para un mexicano, visitar las ciudades brasileñas puede ser un espejo que nos recuerda (o revela) la fragilidad con la que se mantienen nuestros contratos sociales, y que, a pesar de eso, sobrevivimos como naciones, haciendo constantes halagos de nuestros logros ante el mundo.

Mi estancia en Brasil, además, coincidió con álgidos movimientos sociales en el país sudamericano, donde, a unos meses de tener elecciones presidenciales, se vive un clima político intenso debido al encarcelamiento de Lula da Silva (expresidente y puntero de las encuestas de los próximos comicios) acusado de corrupción, así como una tensión constante por la cada vez más explícita presencia militar en las calles, los ecos que resuenan de la dictadura y la herida todavía abierta por el asesinato de Marielle Franco, activista feminista y militante del PSOL, quien días previos a su homicidio había denunciado abusos de autoridad por parte de la Policía Militar en las favelas de Río.

Hechos todos que, más allá de un afán meramente comparativo, pueden activar ecos que nos permiten reconocer empatías a la vez que advertencias sobre sistemas políticos, económicos y culturales que parecen justificar la miseria y corrupción. Más, a la mira de un proceso electoral que en condiciones muy similares a las brasileñas, puede posicionar a Andrés Manuel López Obrador como el próximo presidente de México (economistas expertos, como el Nobel Paul Krugman, han asegurado que la figura del tabasqueño se asemeja en forma y fondo a la de Lula).

Podría asegurar que la gran diferencia entre Brasil y México es su relación con las violencias armadas: para el país sureño el impacto del narcotráfico ha sido menor que las resacas de la dictadura militar posterior al golpe de Estado del 64; mientras que, en México, la militarización ha pendido de las políticas de “combate a las drogas” de los recientes años, aunado al tráfico constante de narcóticos, armas y personas debido a la cercanía geográfica e histórica con Estados Unidos.

Esta diferencia podría hacernos conscientes de que la militarización no es un camino digno y que marca profundas heridas en las sociedades, cuyos individuos son incapaces de conectar de nuevo con aquellas instituciones que amalgaman las colectividades. Las recientes intervenciones armadas en Río de Janeiro ponen el dedo en la herida: políticas militares que criminalizan la pobreza, en lugar de políticas económicas que erradiquen la precariedad que estimula la supervivencia a base de criminalidad.

Por otro lado, en ambos países existen profundas divisiones políticas al interior de la misma estructura estatal. El caso de Brasil es extremo, su sistema multipartidista ha llegado a niveles tan excesivos como contar con representación de más de 30 partidos en la Cámara de Diputados. Esto es un camino de grillas y diretes que ha permeado una cultura política de la corrupción con el fin de lograr fines particulares de cada partido. Es paradójico, sin embargo, que aunque el caso mexicano es igual de corrupto, el sistema de partidos no ha servido ni un poco (y muchas veces ha sido sólo derivación) para combatir al gran partido de Estado. Ése al que Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta.

Parece que la balanza de poder poco tiene que ver con la corrupción. Y aquí está el caso más emblemático: el de Lula, un político completo, capaz de negociar, de sobrellevar, de controlar las diversas y distintas formas de intereses en Brasil. Un político que después de perder dos veces, tuvo que “centralizar” sus posturas para ganar la elección. ¿Se parece el caso al de López Obrador, quien ha sido capaz de integrar las más diversas facciones, posturas, intereses y sectores con el fin de obtener la “refundación nacional”? ¿Sobre qué y para qué obtener el poder?

Lula da Silva arrestado
Foto: GettyImages

El encarcelamiento de Lula nos remite a cuestionarnos, otra vez, si las transformaciones sociales ¿residen en la capacidad negociadora de los políticos (un caudillo, una salvadora, un mesías, una líder, lo que sea, capaz de pacificar las diversas fuerzas políticas que se disputan el poder) o en la capacidad de reforzar a las instituciones con el fin de que los acuerdos sociales que se logren estén respaldados desde los contratos y no desde las caprichosas voluntades?

Pero, ¿es posible reforzar instituciones o transformarlas para su solidez democrática sin trastocar los intereses de todos aquellos actores involucrados? Como reflexiona Carol Pires sobre el caso brasileño, “el resurgimiento de los militares muestra que cuando el gobierno pierde control político, enciende el deseo de poder en los cuarteles”. ¿Es mejor retar al status quo o negociar con él? ¿Si el régimen militar en México no es ni mínimamente significativo como en Brasil, la solución de negociación con tan diversos cotos de poder es más factible para quien sea “buen político”?

Por último, y no menos importante, quisiera remarcar el peso que han tenido los movimientos evangélicos en el escenario político brasileño de los últimos años. No es un asunto menor. Su ocupación en espacios de gobierno ha llevado a movilizar masas y hacer alianzas con el fin de lograr sus fines muy objetivos (en Brasil, por ejemplo, una alianza con Dilma que terminó en traición). Como he argumentado en ocasiones anteriores, el involucramiento con los partidos y movimientos evangélicos debe ser extremadamente cuidadoso en un marco legislativo como el mexicano y el brasileño donde la premisa social es la laicidad.

Quizá ese viaje a Brasil me recordó que a veces puede ser más conveniente y más provocador voltear a ver al sur. Que los caminos quizá se encuentren en hacer traslúcidas las realidades que nos trastocan y que eso nos puede motivar a rebotar ideas de transformación. No es a Europa o a Estados Unidos a quien debemos responder, es a nosotros mismos y, en ese intento, Brasil, México y muchos otros países de América Latina pueden ser grandes cómplices. Otra vez.

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José Acévez cursa la maestría en Comunicación de la Universidad de Guadalajara. Escribe para el blog del Huffington Post México y colabora con la edición web de la revista Artes de México.

Twitter: @joseantesyois

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