2016 ha sido el año de la incertidumbre. Los tres grandes eventos políticos, el Brexit; el referendo colombiano (del que hablaremos otro día) y la elección estadounidense, fueron sorpresas mundiales. Casi nadie esperaba esos resultados. Varios culpan a las encuestadoras, que sin duda cargan parte importante de la culpa, pero hay un fenómeno más importante que se perdió de vista en estos meses. Muchos dirán en los comentarios de aquí abajo que siempre fue obvio, que quienes lo ignoraron (lo ignoramos) fueron los supuestos expertos en el tema. Y puede que tengan razón.

En Estados Unidos, al menos, gente como el cineasta Michael Moore lo estuvo diciendo desde hace varios meses: los medios de comunicación nunca entendieron el fenómeno Trump y por eso nunca pensaron en serio que fuera a ganar. Para ellos fue un revés inesperado. Dice Moore que si hubieran puesto más atención a lo que sucedía en el resto del país, y no sólo en las grandes ciudades, otra historia hubieran contado; la victoria de Trump no hubiera sorprendido y tal vez hoy estarían mejor preparados para poder explicar lo que viene en, por lo menos, los siguientes cuatro años.

Y Moore está en lo cierto. Hay algo que ni medios ni encuestas logran ver. Y ese algo está influyendo en las decisiones más importantes del mundo. ¿Qué es? A continuación unas ideas.

Un mundo en el que los hechos no importan

El Brexit fue la primera gran votación del año. Los habitantes del Reino Unido pudieron elegir si se quedaban en la Unión Europea o si la abandonaban. En las ciudades, en las comunidades con mayor nivel educativo, en aquellas donde ha habido mayor integración cultural, ganó por mucho la opción de quedarse y de forjar un destino común con el resto del continente. 

En cambio, en las comunidades más pobres, menos educadas y con menor población migrante, ganó la opción de irse. A muchos de los que votaron por salirse de la Unión (decisión que generó y generará muchos problemas económicos, tan sólo para empezar) no les importaron las consecuencias ni para el país ni para ellos mismos. Varios de quienes votaron por irse recibían ayudas anuales de la Unión para poder trabajar y tener un mejor sueldo, así como apoyo para proyectos locales. La campaña a favor de quedarse buscó explicárselos, pero no les importó. Algunos votantes llegaron a decir abiertamente el día del referendo que lo sabían y no les importaba: que querían tomar una decisión y querían que se les escuchara, así fuera en contra de sus propios intereses.

Algo muy parecido ocurrió con los votantes de Donald Trump. Aunque en los debates presidenciales, en los discursos de campaña e incluso en las entrevistas Trump mintiera, y esto se comprobara con datos duros, a la gente le pareció irrelevante. Trump pasó gran parte de su campaña diciendo que Estados Unidos es el país que más le cobra impuestos a sus ciudadanos, y que el nivel de violencia y homicidios está aumentando a lo largo de todo el territorio. Ambas cosas absolutamente falsas, ambas cosas sin importancia para los votantes. Muchos acabaron creyéndolo al final.

El ejemplo más claro fue el video en el que Trump habló de abusar sexualmente de una mujer. Según Trump, lo pudo hacer por ser famoso, ya que eso era un cheque en blanco para lograr lo que quisiera. Lo dijo, hay una cinta en la que se le escucha; y aun así ganó.

Peor. Más del 30% de las mujeres estadounidenses votó por él. Un candidato que admitió cometer delitos sexuales. Apoyado por sus víctimas potenciales.

Un mundo harto de los políticos

Algo que suena obvio pero en realidad es muy importante es que la elección de Estados Unidos la perdió Hillary Clinton. Sí, Trump atrajo a muchas personas a su campaña y las logró convencer con promesas imposibles (construir un muro en toda la frontera con México, por ejemplo), pero la elección la perdió Clinton.

La primera mujer candidata a la presidencia de Estados Unidos por parte de uno de los dos grandes partidos, pero también la candidata con los números más negativos en la historia. Los votantes la consideraron deshonesta, corrupta, cercana a los grandes bancos y a las grandes compañías y alejada de la realidad de los estadounidenses promedio.

Aunque Trump era y es mucho peor que Clinton en eso y tantas otras cosas, los estadounidenses estaban hartos de los políticos de siempre. Clinton es parte de una dinastía política, una continuación de lo mismo. Es parte del sistema. Y Trump, con sus dichos (como la promesa de bloquear la entrada de los musulmanes) y su origen (magnate inmobiliario, estrella de reality show y nunca, nunca político), fue la opción que les pareció menos mala, incluso mejor. Vale la pena resaltarlo: hubo gente que prefirió todo lo que representa Trump con tal de que Hillary Clinton no fuera presidente.

Un mundo racista

La campaña de Trump dijo desde un inicio que la “corrección política” estaba matando a su país. Que la gente ya no podía decir lo que pensaba porque se consideraba incorrecto, misógino o racista. Trump les dijo a los estadounidenses que decir lo que pensaban estaba bien sin importar las consecuencias. Es por eso que esta semana hemos visto violencia de todo tipo contra las minorías en Estados Unidos: golpes, insultos, pintas y amenazas. Trump le dijo a sus seguidores que estaba bien expresarse a sí, que nadie debería decirles lo contrario. Y ahora hay esvásticas pintadas incluso en universidades, por poner un ejemplo.

Algo similar sucedió en el Reino Unido: los británicos que votaron por irse de la Unión también votaron por alejarse de la integración con personas distintas a ellas. Gran parte de la campaña por el Leave fue la promesa de que el país controlaría sus fronteras otra vez. Que los refugiados y los migrantes se quedarían afuera y que todo –tal y como prometió con la campaña de Trump– regresaría a ser lo que era antes. Estas personas estaban hartas de ver cómo su mundo cambiaba y de ver cómo ahora tenían que aceptar a los otros sólo porque estaba bien visto. Tanto Brexit como Trump le dijeron a los votantes: el mundo no tiene por qué cambiar. Puede regresar a como era antes. Puede regresar a ser bueno para ustedes, aunque sea malo para todos los demás.

He aquí también una idea de por qué fallaron las encuestas: los votantes de Trump y del Brexit no querían compartir sus ideas con los encuestadores. Fuera porque se pensara que era políticamente incorrecto, o porque incluso supieran que su punto de vista estaba mal. Pero lo que ellos querían no lo dijeron. Sólo al llegar a la urna, donde el voto es secreto, es que en realidad se expresaron.

Un mundo desigual

El regreso al pasado glorioso, como lo pintó Trump, también tiene que ver con cómo afecta la economía mundial a los más pobres. El voto en el Reino Unido y el voto pro-Trump ocurrieron en las zonas más pobres de los países. Ahí donde las personas (que en su momento también fueron migrantes pero eso ya nadie lo menciona) “nativas” llevan viviendo más tiempo. Los que tenían los trabajos antes de que alguien más se los llevara, los que tenían los trabajos de industria y de fábrica, ahora automatizados, y que los ha convertido en inservibles para el sistema. Para muchos de ellos, el resentimiento de ver cómo esos trabajos desaparecen o se los llevan aquellos que llegaron después fue suficiente para votar por cambios así de drásticos. Brexit y Trump prometieron el regreso de esos trabajos. Trabajos que no van a volver, aunque la gente que los tenía espera que así sea. Los políticos jugaron con las esperanzas de los votantes, tan desesperados por cambiar su vida que decidieron creerles.

Un mundo que ya no es global

A finales del siglo XX y a principios del XXI la idea que se vendía en el mundo entero era la de una comunidad global. Una Tierra sin fronteras y pasaportes, en el que los humanos seríamos ciudadanos del planeta. Los políticos empujaron esta visión, y en lugares como Europa se llegó a aplicar (aunque sólo para los europeos, claro).

Brexit y Trump aparecieron para contrarrestar la globalización. La gente que vive en estos polos de desarrollo y ve cómo llegan migrantes (a pesar de que los datos digan que la migración va a la baja) se da cuenta que no quiere eso. Que no quiere interconexión con el resto de la Tierra. Lo único que quiere es vivir en su pequeña comunidad, sin tener que pensar más allá de unas cuantas cuadras. Enviar soldados a Irak o a Siria les parece un despropósito, porque ni siquiera comprenden qué sucede allá. Dar ayuda a países como Haití tras los terremotos les parece innecesario: primero nosotros, dicen. Si después sobra para los demás, entonces está bien.

Brexit y Trump nos han enseñado que gran parte del electorado (hay que recordar que ambos resultados estuvieron cerrados, y que Trump, dado el complicado sistema de votación en Estados Unidos, perdió el voto popular) quiere regresar al pasado. El futuro les espanta porque les cambia las cosas. Les presenta a nuevas personas, a nuevas tecnologías y los acerca a conceptos que no quieren entender.

Ambos triunfos se le escaparon a los medios y a los políticos tradicionales porque nunca quisieron escuchar lo que pasaba. ¿Cómo es posible –se preguntaron varios– que la gente no quiera progreso? Pues ya pasó y seguirá pasando mientras las cosas sigan igual y no se tome en cuenta a toda esa población harta de ver cómo las cosas sólo empeoran.

Queda una solución todavía. Medios y políticos deben empezar a hacer bien su trabajo. Puede que sea mucho pedir, y mientras no vean sacudidas verdaderas no encontrarán motivos serios para cambiar. Pero los votantes están empezando a quejarse en serio. A falta de soluciones están yéndose por las propuestas extremistas.

Es hora de hablar con ellos y de escucharlos. Y hacerlo en serio.

Esteban Illades
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