Por: José Ignacio Lanzagorta García

Hace 12 años comencé a trabajar en una consultoría de temas económicos y políticos. Calderón había declarado la guerra al crimen organizado y había empezado con un operativo militar en su natal Michoacán. Estábamos horrorizados por las cosas que se habían visto en los meses anteriores. Pero, con todo, las tasas de homicidio comenzaron a subir. Recuerdo cuando me asignaron monitorear los muertos de esta guerra… Todavía ni acababa 2007. No sabía dónde empezar. Los datos oficiales, como es ya por todos sabido, tenían –tienen- mucho retraso. Los sistemas de consulta especializados no existían. No había blogs. No había monitoreos civiles. El periódico Reforma sacó un “ejecutómetro” que actualizaba semanalmente. Todos andábamos en las mismas. Algo estaba cambiando.

Recuerdo también el escepticismo de algunos en esos primeros meses. Al ver mis primeras y rústicas gráficas, alguien me dijo: “tal vez solo es percepción, tal vez son más o menos los mismos muertos de siempre, solo que ahora les hacemos gráficas y no hablamos de otra cosa”. Al final, lo que son las cosas, quien eso me dijo acabó desarrollando toda una carrera profesional en estos temas. Jamás volvería a sostener esta impresión. Al contrario, fue la realidad la que nos rebasó y exigió esa profesionalización. Empezamos a hablar de una “colombianización”, de compararnos incluso con países en guerra… y en buena medida porque esa fue la retórica en la que nos metió ese gobierno. La violencia solo siguió aumentando. Nunca nadie más podría decir que fuera una simple percepción.

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En 12 años hemos avanzado en prácticamente todo… salvo en cambiar de rumbo. Se han implementado algunos experimentos, se han producido algunas nuevas leyes, se ha pensado en el fenómeno delictivo desde perspectivas más amplias, se ha introducido la perspectiva de la prevención. Hay casos de éxito que acaban siendo efímeros por la proliferación de nuevos ciclos de violencia. Seguimos aquí. La nueva generación de profesionistas sobre estos temas no ha dejado de crecer y sofisticarse. Algunos formados en el mismo país, otros fuera de nuestras fronteras, otros extranjeros que han llegado a traer sus ideas, sus experiencias y su talento. La academia, las organizaciones civiles, las consultorías e incluso los diferentes niveles de gobierno han dado cabida a especialistas que ya pueden distinguirse entre quienes se enfocan en diferentes partes de todo el fenómeno: hay expertos en policías, en dinámicas del delito, en procuración de justicia, en datos y construcción de indicadores, en diseño de instituciones, en prevención. Pero seguimos aquí.

En estos últimos meses hablamos con demasiada autoridad sobre el contenido programático detrás de los 30 millones de votos que le dieron la victoria a López Obrador. Para algunos de sus más entusiastas, cada uno de estos votos significa irrevocablemente un cheque en blanco, un exvoto, un alma. Estos días incluso algunos sugieren que la votación significa un consenso nacional por la enchilada completa que solo una comentocracia distanciada y elitista se niega a leer. No lo sé. Un voto es una papeleta con un nombre tachado. Nada más. Su interpretación hermenéutica en cualquier sentido es también un ejercicio de la comentocracia distanciada y elitista. No sé si cada voto ratifica cosas tan concretas como las refinerías, pero sí me atrevo más a asegurar que detrás de cada uno habría un deseo de cambiar el rumbo. ¿Cuál era ese rumbo? Uno marcado por tres elementos: violencia, corrupción y desigualdad. Seguro que entre los 30 millones a algunos les habrán pesado alguna categoría más que otra. No sé si con el plan anunciado ayer en materia de seguridad se garantiza el cambio en lo primero.

Yo no seguí la carrera profesional en temas de seguridad y violencia. La vida me llevó por otros lados. Pero en estos años no he dejado de leer a muchos de quienes sí lo hicieron. A veces asisto a foros, conferencias y otros eventos donde hablan de las agendas a seguir. Incluso ya es posible encontrar los puntos reiterativos entre uno y otro especialista y reconocer las disputas sobre temas concretos a las que ya se han cansado de llegar una y otra vez al acuerdo sobre los términos del desacuerdo. En ellas, la desmilitarización del país ha sonado casi siempre como consenso. La divergencia suele estar en los términos en los que esta desmilitarización deba darse, pues no es sencillo, ni inmediato: fijar plazos, distribuir responsabilidades, delimitar estrategias sobre casos concretos, modificar fueros. Tampoco se trata de un rechazo a la participación del Ejército, sino su reordenamiento bajo la autoridad civil y una actuación que deje de funcionar como de un permanente e indeterminado estado de emergencia. Y, sin embargo, esto no es lo que se vio ayer en el Plan Nacional de Paz y Seguridad presentado ayer por el gobierno entrante.

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Dentro de los ejes de este plan se asoman algunos temas innovadores, aunque con las ambigüedades de la fase en la que se encuentra ,y otros que se sienten inconexos con una estrategia de seguridad que algunos de esta clase especialista ha impulsado. Sin embargo, todos los puntos quedan ensombrecidos por la continuación de lo más crucial de la estrategia de Felipe Calderón y Enrique Peña: el uso indeterminado de las Fuerzas Armadas fuera del fuero civil y sin fortalecer instituciones –y por tanto responsabilidades- de carácter local. Más de lo mismo pero reetiquetado como una Guardia Civil. ¿Seguiremos aquí? A lo mejor vendrá el Tren Maya y las refinerías y los campos frutales del sur y mil cosas más, pero si ese mandato de pacificar el país no llega, a lo mejor terminaremos de descifrar que esos 30 millones siempre fueron solo papeletas tachadas.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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