Por Esteban Illades

En los últimos días, la construcción del aeropuerto de Santa Lucía ha vuelto a los reflectores por diversos motivos. El primero, que fue objeto de justa burla en redes, es que el presupuesto asignado para su desarrollo había aumentado más de 10% porque quienes dirigen esta encomienda presidencial no habían calculado la existencia de un cerro aledaño a una de las pistas.

El segundo, porque el presidente anunció, la semana pasada, que la construcción iniciaría ayer lunes. Y ayer, porque el presidente dijo que a pesar de no contar con estudios ambientales y/o de viabilidad, el proyecto marchaba de cualquier manera.

Más allá de lo anecdótico del cerro, la obstinación por construir Santa Lucía merece unas líneas. Por lo que significa no sólo en términos simbólicos sino en términos reales. Veamos.

En términos simbólicos, Santa Lucía es tres cosas para el presidente López Obrador. Una, el destierro de la corrupción. Según el presidente, el proyecto aeroportuario de Texcoco era un monumento a la corrupción, y por eso debía detenerse. No importa que su gobierno no haya denunciado o encontrado alguna práctica corrupta, ni que su propio secretario de Comunicaciones y Transportes haya dicho que ése no fue el principal factor a tomar en cuenta cuando se detuvo. Santa Lucía es un símbolo: con su construcción inicia una nueva era y cierra otra.

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Foto: Carlos Tischler/Getty Images

Dos, Santa Lucía es el resultado de una consulta pública que hizo durante la transición presidencial. En la consulta votó una parte ínfima del padrón electoral, no hubo candados y menos algún soporte legal. No obstante, que haya ganado la opción que quería López Obrador es parte de un discurso sobre lo que significa la democracia para él. Sea a mano alzada o a través de urnas hechizas, para él el apoyo de una minoría es suficiente. Santa Lucía, es la voluntad del pueblo.

Tres, Santa Lucía es el legado presidencial. Cada presidente, desde tiempos inmemoriales, ha hecho su gran obra. La de Peña Nieto era Texcoco, que ahora es un terreno abandonado. Díaz Ordaz inauguró el Metro de la Ciudad de México. Y así sucesivamente. El legado, la placa, es igual de importante que la obra misma para el político. Decir que él le dio una opción distinta –y más barata, entre comillas– a México, y dejarlo claro en la obra misma, es parte del atractivo.

Ahora bien, en términos reales, Santa Lucía significa varias consecuencias, la mayoría de ellas negativas. A continuación algunas.

Una, el nuevo aeropuerto se construye sin estudios de aeronáutica y sin estudios de impacto ambiental. Esto después de que una de las principales campañas para detener Texcoco fuera el daño al medio ambiente. Al día de hoy no se sabe –aunque varios especialistas comienzan a alertar del daño a la región– qué efectos tendría el nuevo aeropuerto. Es posible que incluso conlleve mayor daño que Texcoco, pero eso no lo sabremos a ciencia cierta mientras no se analicen todos sus efectos.

Los estudios de aeronáutica son igual de importantes. Comienza una construcción sin saber si en verdad habilitar el nuevo aeropuerto en Santa Lucía es factible. Dirán algunos que si al día de hoy opera de manera simultánea no hay mayor problema; el asunto es que al nivel de tráfico aéreo que se pretende utilizar generaría un espacio aéreo congestionado y peligroso: sin entrar en detalles técnicos, los expertos han dicho durante décadas que los despegues y aterrizajes continuos desde Santa Lucía aumentarían el riesgo de impacto entre aeronaves.

Dos, según el Colegio de ingenieros civiles, no sólo no parece haber ahorro en la construcción, sino que incluso Santa Lucía será más costoso que Texcoco. De superar todas las trabas que tiene hasta ahora y llegar a operar, el nuevo aeropuerto lo haría a una capacidad que no resolvería el problema del tráfico aéreo en la capital y lo haría a un sobrecosto.

Es decir, se pagaría más dinero por algo que ni siquiera ayudaría, algo que la opción original, con todos sus problemas, sí haría.

Tres, Santa Lucía se sustenta en la votación simbólica de hace unos meses. Que una decisión de este tamaño sea dejada no a las manos de los electores –lo cual, puede argumentarse con seriedad, es una buena idea siempre y cuando se haga bien– sino a un ejercicio que no cumple con los requisitos más básicos de ley es preocupante, porque abre la puerta a otros ejercicios similares y con igual o incluso mayor falta de sustento.

En defensa se podrá decir, quizá, que el resultado de la consulta no es la base central de la decisión, lo cual nos lleva a una segunda cuestión: utilizar ejercicios que aparentan ser democráticos para justificar decisiones que no se sustentan en hechos sino en creencias es dañino para la democracia.

Cuatro, Santa Lucía encarece proyectos futuros. Los inversionistas que quieran participar en las siguientes grandes obras gubernamentales lo harán con cláusulas de protección mayores debido al antecedente de Texcoco. Habrá más zozobra al momento de invertir si se sabe que una decisión así puede ser revertida en cualquier momento.

En resumen: se le está invirtiendo dinero a algo que ni siquiera queda claro que se pueda construir. Pero en Santa Lucía eso no importa, al menos para el presidente, porque él lo que ve es su legado. Con un aeropuerto como éste podría reafirmarse históricamente como el vencedor de la corrupción; sería el hombre con la placa en la obra, el que hizo una obra buena, bonita y barata, y lo hizo con apoyo del pueblo.

Nada más que a ese sueño se le atraviesa la realidad por el mero centro. Porque al día de hoy el legado presidencial de Santa Lucía apunta en la dirección contraria. Por hacer algo a como dé lugar hay sobrecostos que anulan beneficios, hay posibles daños ambientales irreversibles e incluso impensables por no estudiarse, y peligros mortales por no haber estudios de autoridades en las materias. Ni siquiera será lo mismo pero más barato.

Será el sueño obstinado de un hombre que piensa que puede domar a la realidad a su capricho.

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Esteban Illades

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