Por Esteban Illades

La semana pasada el periódico Reforma reportó que Olga Sánchez Cordero, secretaria de Gobernación, había omitido un departamento de 11 millones de pesos de su declaración patrimonial pública. Esta semana, el mismo periódico reporta que Javier Jiménez Espríu hizo lo mismo con un departamento de casi siete millones. (Ambos ubicados, por cierto, en Houston.)

Lo interesante de ambos casos, sumados a otros que comentaremos más adelante, es cómo se entiende el concepto de transparencia en el nuevo gobierno. Porque, querido sopilector, sabrás bien que el presidente en campaña prometió que ésta sería una administración mucho más transparente que las anteriores.

Y en el discurso lo es. Se repite hasta el cansancio la necesidad de transparentar, se dice que se está transparentando. Pero con ese mismo uso de lenguaje lo que se hace es justo lo contrario: se esconde, se opaca.

Veamos, por ejemplo, lo que sucedió con Olga Sánchez Cordero. La secretaria de Gobernación dijo que había declarado el departamento, que ella no sabía por qué no apareció en la versión pública. Luego el vocero del gobierno, Jesús Ramírez, dijo que se trataba de un error en la plataforma para capturar los datos. Y por último, Irma Sandoval, secretaria de la Función Pública, dijo que Sánchez Cordero no había sido explícita en su manera de declarar si quería que se incluyera el bien o no.

Cualquiera de las tres explicaciones pudo haber sido la correcta, pero eso no lo sabremos. El asunto se zanjó, al menos en términos de discurso, cuando Sánchez Cordero y Sandoval se dieron un abrazo en público, pero sin explicación de por medio o admisión de culpa de alguien. Al día de hoy, si uno revisa la declaración pública de la secretaria de Gobernación, el departamento sigue sin estar registrado.

Por su parte, el presidente López Obrador, después de darse a conocer la nota del periódico, la descalificó diciendo que se trataba de prensa conservadora y “fifí” que no había actuado de esta manera con presidentes previos. En vez de aceptar que podía haber un error, arremetió contra quien lo señaló. Convirtió la transparencia en un conflicto entre su gobierno, que dice una cosa, y la prensa, que reporta otra. Cuando no es el punto.

Porque la falta de transparencia no es sólo sobre los bienes de los servidores públicos. Lo que se dice en discurso, en general, no empata con la realidad. Tal es el caso de la famosa “guerra contra el huachicol”, que se anunció el 27 de diciembre del año pasado.

Si bien es cierto que se está combatiendo la ordeña de ductos, ése no fue el motivo por el cual disminuyó el abasto de gasolina durante las últimas semanas del año pasado y las primeras de éste. Escondido en los números estaba el hecho de que el nuevo gobierno había decidido dejar de importar crudo ligero, el tipo de petróleo necesario para mezclarse con el crudo pesado mexicano y así poder producir combustible.

En este caso, como en el de la declaración de Sánchez Cordero, la descalificación fue lo primero: el presidente dijo que The Wall Street Journal, el periódico que reportó –y la semana pasada volvió a confirmar– que el gobierno, sin dar explicación, dejó de importar crudo, era poco serio. El diario estadounidense descubrió algo que se sospechaba: que la guerra contra el huachicol era una decisión secundaria detrás de un proceso más amplio. ¿Cuál? No sabemos con exactitud, porque el gobierno no ha rendido cuentas al respecto. Pero, por lo pronto, sabemos que está disminuyendo importaciones necesarias para la producción de gasolina. Gracias al trabajo de medios de comunicación, no a la apertura del gobierno, que, dicho sea de paso, bajó los datos abiertos de su plataforma en línea durante semanas después de que el WSJ y otros medios los utilizaran para desmentir la versión oficial.

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@lopezobrador_

A esto hay que sumarle lo dicho el lunes por la mañana respecto a quienes acusan al gobierno de haber acelerado el declive de la Comisión Federal de Electricidad. En voz de Manuel Bartlett, su actual director –famoso por haber estado involucrado de primera mano en esas poco transparentes elecciones de 1988–, el gobierno acusó, básicamente, a los últimos titulares de Energía y de la CFE desde el período de Carlos Salinas hasta el 1 de diciembre del año pasado. Las pruebas brillaron por su ausencia, pero la palabra gubernamental fue suficiente. Como el gobierno lo decía, debía ser cierto.

De estar sustentada la acusación, lo ideal, lo transparente, hubiera sido por lo menos presentar pruebas en la conferencia, o de plano haber iniciado carpetas de investigación a quienes hoy son acusados públicamente. No obstante, nada de esto sucedió. La palabra sustituyó la evidencia.

Por último, vale la pena hablar del proceso de compra de pipas por parte del gobierno hace unas semanas. Por tratarse de una cuestión de emergencia, o así dicho por la propia autoridad, el gobierno envió a dos secretarias de Estado –Economía y Función Pública– junto a su Oficial Mayor a comprar las pipas a Estados Unidos. El proceso se saltó todas las reglas necesarias para garantizar una compra justa y transparente. La explicación fue que cumplir con la ley no era necesario, porque el gobierno es honesto y no tiene nada que esconder.

Una vez más, discurso y acción separadas de sí. Y, querido sopilector, esto debe preocuparte. Porque una cosa es que te digan que las cosas son limpias y transparentes, que se están haciendo como nunca antes se han hecho. Y otra muy distinta es que en realidad se hagan, y no todo quede en mera palabrería. Porque algo peor que no ser transparente es mentir sobre el hecho y decir que sí se es. Se trata de un engaño doble.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el gobierno apenas empieza y tiene oportunidad de enmendar el rumbo. Que deje de predicar transparencia y que en verdad la aplique. Que no se convierta en lo que tanto tiempo criticó. Que transparente, y si lo quiere presumir que lo haga. Pero que no se enorgullezca de las medias verdades y luego se queje de que alguien se lo eche en cara.

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Esteban Illades

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