En la comedia romántica de 1994, I.Q. fórmula para amar, la sobrina de Einstein se enamora de manera inesperada de un mecánico automotriz que se hace pasar por un famoso y brillante físico cuántico. Aunque el hombre no es científico, sí es una ocurrente y bondadosa alma que confabula con el tío de la chica para lograr acercarse a ella. En una famosa escena de la película, una tormenta obliga a Einstein y a los dos jóvenes, Ed y Catherin, a pasar gran parte de la noche en un sencillo café con rocola, aderezado con una cálida media luz. El genio advierte a su protegido que es el momento perfecto para invitar a su sobrina a bailar y hacerle saber cuánto la ama.

“Creo que tu tío quiere que bailemos”, dice él, “Eso es imposible, Ed. No puedes llegar de ahí hasta aquí”, dice ella, señalando la distancia que les separa. “¿Por qué no?” pregunta él, a lo que ella responde con una de las mejores explicaciones de la paradoja de Zenón que se hayan ofrecido en la historia o, al menos, en la historia de las comedias románticas.

Catherin señala que para cruzar el espacio entre ellos, Ed tendría que pasar primero por la mitad de esa distancia, y luego por la mitad de la restante y así sucesivamente, de suerte que se acercarán infinita e indefinidamente, pero sin llegar nunca a tocarse. Al terminar sus palabras, Catherin ya ha dado varios pasos, cada vez más pequeños, en dirección a Ed para ilustrar su punto. Cuando está a un palmo de tocarlo, se detiene y afirma “nunca podré llegar”. Ed, embriagado de amor, la toma entre sus brazos y meciéndola al ritmo de la música, pregunta “¿Y cómo ha ocurrido esto?”. Ella, con la mirada perdida en la de él, responde desconcertada: “No lo sé. Es imposible”.

Catherin y Ed ejemplifican así una de las más grandes paradojas de la existencia: el amor, desde la imposibilidad, nunca deja de ocurrir. ¿Suena esto exagerado y vacuo? En cierto sentido, es así, pues el amor, de hecho, ocurre en el vertiginoso vacío.

En El Banquete, uno de los diálogos más seductores de Platón, el filósofo griego pone en voz de Aristófanes aquel mito que volcamos hoy en la idea de la media naranja. Los humanos eran, en un principio, seres de cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros y dos corazones: no había lugar para el deseo porque eran seres perfectos y completos. Celoso por esta condición, Zeus los partió en dos con su rayo y condenó a ambas mitades a buscarse eternamente, creando con ello el dolor de la ausencia y la distancia, pero también el amor. Eros es el nombre de aquella pulsión que nos lleva buscar el alma que, en reunión con la nuestra, completará de una vez y para siempre nuestro mundo, haciéndolo inflamarse como un todo que llena al espíritu con su gracia.

¿Es realmente posible esta reunión plena de dos en un todo ilimitado?, ¿es la satisfacción del amor, la embriaguez absoluta del Eros al punto de hacerlo desaparecer, algo que pueda ser alguna vez sobre esta tierra? A la luz de la paradoja de Zenón, que clausura la posibilidad de todo movimiento, incluso de ese que busca la reunión de las almas para alcanzar su éxtasis, la respuesta es clara: no. La búsqueda del otro es eterna, interminable a un palmo, a una mirada, a una boca de distancia. Y sin embargo…

Y sin embargo, se mueve. La paradoja es definitiva: la distancia entre dos almas es la condición del amor, y el amor, a su vez, la experiencia del mundo sin vacío, sin distancia. Dicho de otra forma: el vacío es el lugar para el lleno del amor, y el amor, como todo lo demás, se mueve eternamente en el vacío, en el absurdo.

“Yo no sé si estoy triste por el alma / de mis fieles difuntos / o porque nuestros mustios corazones / nunca estarán sobre la tierra juntos”, escribía el poeta Ramón López Velarde a su Fuensanta, a quien llamaba amada tanto como hermana. Pide “todas las lágrimas del mar” para llorar por la maldición de la irresoluble distancia que hay entre cualquier otro hermano y él, así como entre su corazón y ella, a quien tiene cara a cara, o bien, carta a carta. Esa alma, lo sabe, nunca se fundirá con la suya.

¿Es dañina esta irresoluble paradoja, tanto que nos hace ansiar el océano en nuestros ojos para llorarla y para llenar con sus aguas nuestro vacío; o es más bien la gracia misma de la vida: la condición del deseo que nos hace temblar ante una caricia, y buscar dentro de la boca del beso, otro beso y otro y otro, eternamente? Con todo, en lo imposible del encuentro absoluto nace lo que sí es posible: el amor, como lo anuncia Platón en su mito y como lo concretan Ed y Catherin en aquel café.

Pero si la eternidad se acaba, al igual que el amor, ¿dónde queda su infinitud? No hay más espacio para ella que la brevedad del beso y del encuentro: ha de caber aquí, en la finitud del ahora, pues, según las palabras de un famoso filósofo vienés, “vive eternamente quien vive en el presente”.

El amor es paradójico, de ello no cabe duda: es el lleno del vacío, el reencuentro en la distancia, la eternidad en el instante. Esta condición es maldición o gracia, esperanzador principio o condena final. Con un poco de suerte, podremos, al menos hoy, prescindir del mar de lágrimas ante la ironía, para dar lugar a ese imposible baile a media luz en medio de la tormenta de la existencia.

José Manuel de León Lara

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