¿Se puede exigir un perfil psicológico de un individuo como condición para el ejercicio de ciertos derechos?, ¿qué tal comprar un producto?, ¿qué pasa cuando lo que quiere comparar es un arma?

Los tiroteos del pasado lunes en la base Navy Yard, en Washington, han vuelto a poner el tema de la venta de armas en la mira del Congreso del vecino del norte. Aunque últimamente éste se ha mantenido dividido en torno a las restricciones necesarias para la compraventa de armas de los ciudadanos estadounidenses, parece que hay algo en lo que todos se encuentran de acuerdo: es necesario brindar mejor recursos a los especialistas en salud mental para tratar a personas peligrosas y evitar que compren armas.

El tema, sin embargo, es sumamente complicado. En aquél país, la venta de armas de fuego resulta un tema de discusión continua. Los simpatizantes de la libertad entendida como la facultad de la defensa individual de los derechos, sumados a los que consideran que la intervención del Estado en el ejercicio de los derechos ciudadanos debe ser mínimo, son partidarios de eliminar la mayor cantidad de restricciones posibles para la compra de cualquier artículo, mucho más tratándose de uno que puede ayudar a que las personas cuiden de sí mismas. Por otro lado, aquellos que piensan que el Estado debe implementar políticas preventivas del crimen y no sólo reaccionar frente a los ya cometidos, y sobre todo, que opinan que es el Estado debe tener el monopolio de la violencia, limitada adecuadamente por la ley, piensan que la venta de armas debe pasar por múltiples filtros y que en general, no es deseable.

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Todos parecen estar de acuerdo en que abrir la posibilidad de un tiroteo hacia las masas, como el cometido por Aaron Alexis el pasado fin de semana, resulta grave, más considerando que las propias autoridades militares afirmaron que presentaba signos asociados a la psicosis y que no reaccionaron a tiempo dado que el veterano dijo no sentirse “ansioso” o “deprimido” en los exámenes médicos rutinarios. Por un lado parece negligente confiar en las respuestas de alguien justamente cuando lo que se examina son sus estados mentales. Es necesario una prueba indirecta en la que la información provenga de signos observables y no de reportes del propio sujeto en cuestión. Por otro lado, resulta cuestionable que sea precisamente por un método indirecto, en el que la voluntad del individuo no pueda ejercer influencia directa, que se decida sobre el ejercicio de la libertad de ese individuo. Esto parece más propio de un estado paternalista que de uno liberal.

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¿Está el Estado justificado en ejercer políticas preventivas partiendo de la “naturaleza” de un individuo? ¿Cuál es la opción correcta: un plan de prevención y atención a individuos que presenta “inestabilidad mental” con el fin de “curarlos” sin nunca privarlos de las libertades garantizadas para todo ciudadano, o bien una detección con el fin de prohibirles realizar ciertas actividades?

El tema de la prevención es siempre difuso. En cierta medida, muchos de los delitos cometidos bajo esquemas de prevención son más bien “pre-delitos.” Por ejemplo, manejar en estado de ebriedad está penalizado, pero esto se debe a que hacerlo aumenta la posibilidad de un accidente automovilístico. En efecto, se trata de un delito no porque actualice un mal, sino porque aumenta la probabilidad de actualizarlo. ¿Es justo que se castiguen las probabilidades y no la actualizaciones? En algunas casos parece muy deseable, pero en otros podría resultar totalitario. Muchos países han optado por esquemas en los que se deja la prevención no en el lado penal, sino en el de programas de educación y formación. Bajo estas consideraciones deberíamos preguntarnos, ¿debería ser legal diagnosticar a alguien con el fin de determinar la legalidad de otras de sus actividades? Una legislación que ayude a prevenir asesinatos, especialmente por parte de individuos con un perfil peligroso, es ciertamente urgente, ¿pero en verdad el diagnóstico con fines legales es la respuesta única y adecuada?

Resulta altamente grave la posibilidad de la creación de un banco de datos de diagnosticados con enfermedades mentales, o bien, la emisión de carnets de sanidad para adquirir artículos, por peligrosos que sean. Esto implicaría poner a disposición del Estado información privada y no sólo eso: implica también darle la posibilidad de disponer  de ella para proceder en futuros delitos que el Congreso asocie a enfermedades mentales.

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Según nos recuerda Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, el concepto de “padecimiento mental” es sumamente reciente y está asociado a la moral  protestante, específicamente al valor de “productividad”, deseable en una sociedad capitalista. El enfermo mental es el que no puede preocuparse por sí mismo, y básicamente, eso significa no poder preocuparse por producir para sí mismo y su comunidad. Nuestra intención al señalar esto no es afirmar que la idea de enfermedad mental es falsa o infundada, sino que depende de un complejo sistema de valores y relaciones sociales que bien podrían ser aquellos en los que el verdadero problema anida.

Está muy claro que deben realizarse acciones para prevenir tiroteos contra masas o contra individuos, y que el control de la venta de armas es un asunto de largo debate. Caben, no obstante, las siguientes preguntas para alimental la discusión: ¿es la prevención de padecimientos mentales una relación entre Estado e individuos o entre Estado y sociedad?, ¿deben los diagnósticos responder por los intereses de la seguridad de los ciudadanos en riesgo a causa del individuo enfermo o a la reintegración del paciente?, ¿cuáles son las facultades legislativas del Estado al rededor de la enfermedad mental? y sobre todo ¿es la enfermedad mental, desde su propio concepto,  un síntoma de un padecimiento social mayor?

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Vía: New York Times

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