Por Guillermo Núñez Jaúregui

Hasta ahora mi relación con el Metro de la Ciudad de México ha sido bastante respetuosa y buena onda, de pocas fricciones e incluso algo de admiración. Rara vez me alejo de un puñado de estaciones de la línea 3 (la verde clarita), de la siete (la naranja) y la rosa (la primera). Cuando me aventuro a otras (la azul, para ir al Centro, por ejemplo) es para hacer trasbordos o llegar a puntos que se alejan, de manera extraordinaria, de mis rutas cotidianas. En suma, y después de años de usarlo, sigue siendo una relación bastante fresa: aún miro con extrañamiento a las grandes masas y los episodios violentos ocasionados por la imposibilidad física de que dos cuerpos ocupen el mismo espacio; todavía no pierdo eso, y supongo que pasará bastante tiempo antes de que me vuelva insensible a la incomodidad (cuando, sin pena, podré decirle a pasajeros cejijuntos: “uy, pues te hubieras ido en taxi”). Ya no se me hace raro (otorgándoles cierta invisibilidad) que al metro lo recorran vendedores ambulantes, con sus bocinas o inventarios de audífonos chinos, pero aún me asombra ver que también se aparecen, de pronto, magos, y que se pueden aventar un show completo, mesa levitadora y frac de por medio, entre dos estaciones.

Escribir sobre el Metro, hacerlo un objeto de estudio digno de atención, ya supone esa distancia de extrañamiento que esconde también un comentario sobre las clases sociales (en general, ser escritor ya es síntoma de un estrato económico). En realidad, al usuario típico el Metro ni le importa ni le interesa, más bien lo necesita y tolera. Pero en la tradición del escritor citadino que se pone a pensar en el Metro opera, veo ahora, un curioso mecanismo: uno debe salpicarse de esa insensibilidad inhumana para comenzar a comprender realmente cómo se vive el transporte público en la Ciudad de México. Y eso sólo puede darse en situaciones límite.

Va una reciente. Sólo fueron tres estaciones las que recorrí pero la experiencia, claro, hizo que la distancia se dilatara. Sería impreciso decir que lo mismo ocurrió con el tiempo porque la demora real fue tan evidente como su causa: era hora pico y el alto índice de pasajeros, en el metro Viveros, se desparramaba en los vagones (detenidos) y el andén. Algo raro es que me cruzó la idea de abandonar la estación (sólo eran tres paradas, después de todo) pero no por razones prácticas sino por la aversión natural a ese no-lugar, en el que ni siquiera hay bancas incómodas para esperar. Y esperar hice: de pie, luego sentado en el suelo, también deambulando, con la triste esperanza de que pasara, finalmente, un vagón que no estuviera a reventar. Pero no pasó, así que como todos decidí finalmente treparme, como pude, a esa máquina de hacernos sentir que somos un embutido. Después de esperar varios minutos a que avanzáramos, acomodado como pieza de Tetris, pude notar que un hombre, un ser humano y no sólo un cuerpo, estaba junto a mí, practicando, sudoroso, la ataraxia. Fue el momento raro: pasé de ser una persona normal, a una persona desesperada, a una persona desesperada que pensaba en los demás. Lo último que vi antes de abandonar la estación fue cómo alguien, en el andén, se sacaba y comía un moco.

Varios escritores chilangos han caído en la trampa del Metro, pero siempre, temo, ha sido a través de ese via crucis que invita al desdoblamiento. Lo común es que se perciba en el tiempo, como reflexiona Gina Cebey en su libro de ensayos Arquitectura del fracaso, a partir del relato de José Emilio Pacheco “La fiesta brava” y la imaginería prehispánica que decora al Metro Insurgentes: “Entre la asfixia visual y la anestesia de un trayecto tumultuoso, lo que podía ser una experiencia futurista estaba condicionada al arraigo de la tradición”. Pero el desdoblamiento también es físico, corporal. Monsiváis: “¡Quién tuviera un cuerpo para la vida cotidiana y otro, más flexible y elástico, sólo para el Metro! Sin la posesión de dos entidades corporales, incursionar en el metro a las horas pico (casi todas) es nocivo para los ideales del avance personal en tiempos de crisis”. La situación de los cuerpos en el Metro de la Ciudad de México se expresa con mayor fuerza en el hecho de que hombres y mujeres deben ir en vagones distintos. Con humor pero también con seriedad se ha escrito ya sobre las brechas socio-económicas, el tiempo dislocado y los cuerpos desdoblados en el Metro. Falta ver si esa mirada puede resistir también al siniestro caldo de cultivo que germina el comportamiento criminal sexual.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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