Por Uriel Salmerón

La violencia es más que descabezados, ríos de sangre y huesos sembrados en la tierra. La violencia es más que jirones de ropa —y de carne— cosechados de entre el polvo, narcomantas y lluvias de casquillos. Pienso que así podría iniciar este relato. La violencia es más que lo que se ve en las portadas de La Prensa, El Metro y El Gráfico. La violencia es lo que se dice pero también lo que se calla. La violencia es más que el narcotráfico. Emiliano Monge, un espigado escritor chilango que de niño quiso ser futbolista, ha sido calificado como uno de los narradores de la violencia del narcotráfico, aun en contra de su voluntad. El contexto histórico y político del país así lo dicta. Las violencias se confunden entre sí. El autor de Las Tierras Arrasadas considera que tal aseveración es reduccionista. “No escribo del narcotráfico, es lo increíble”, dice Monge.

Detrás de esa violencia que lo llena de todo —las primeras planas, los noticieros, y que conforma la opinión pública— hay violencias que estuvieron antes, que siguen ahí y que son mucho más graves y profundas, considera el autor de La superficie más honda, su libro más reciente. Esas violencias le interesan más. La miseria, la desigualdad, la pobreza. Que en un pueblo se prohiban palabras por el miedo. Cuando la violencia llega incluso a mutilar el lenguaje. “No hay nada más profundo y más terrible que algo que corta el vehículo por el que nos comunicamos. Toda esa violencia me interesa más. Pero también entiendo a quien le interese el narcotráfico y me parece que la narcoliteratura es también necesaria. Lo raro es que no hubiera alguien escribiendo sobre el narcotráfico. Eso sí sería preocupante”, dice Monge mientras se empaca unas papitas adobadas.

La prohibición de los narcocorridos y narconovelas ha sido un tema discutido —asiduamente— en el norte del país durante los últimos años y, de alguna manera, ha tenido repercusiones. La censura o el intento de censurar. En Chihuahua, en Sinaloa, en Coahuila. En las ferias, en los bares y hasta en panteones. Los detractores de los corridos aseguran que este tipo de expresiones son apologéticas del narcotráfico. La lógica es: “quien escucha narcocorridos es porque quiere ser narco”. Monge está en contra de darle cran a este tipo de expresiones. “No hay que prohibir los narcocorridos”, dice Monge. “No hay que prohibir nada”, reafirma. “Una sociedad que prohibe solamente muestra los límites de sus capacidades para asimilar los problemas que le acontecen”, sentencia el escritor. Después asegura que la educación es la única respuesta. Que hay que demostrarle a los fascinados por la cultura narca qué es lo que conllevan todas esas construcciones: esa música, esa literatura, esas telenovelas.

La educación y la empatía son las salidas que tenemos, de eso está seguro el escritor. La empatía es la respuesta que se tiene a la mano contra la violencia y los problemas que azotan a México. La empatía es la única herramienta que existe para recomponer el tejido social, continúa. La literatura y, en general, el arte —asegura Emiliano Monge— son necesarios para generar empatía y de ahí, entonces, partirán todas las demás respuestas. “Lo importante de ponernos en el lugar del otro es no solamente ponernos en el lugar de la víctima. Lo más difícil es ponerse en el papel del victimario. La línea que los divide es muy delgada”, me dice y lo primero que me llega a la cabeza son las postales estremecedoras del documental La libertad del diablo (2017), del cineasta Everardo González. Un relato doloroso en el que confluyen —casi de manera indistinta— los testimonios y desahogos de víctimas y victimarios de la guerra mexicana. “Si esa línea (que divide a víctimas y victimarios, a buenos y malos) la establece gente como nosotros, estamos jodidos”, ironiza Monge.

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Siempre que hablo con un escritor, irremediablemente, me llegan a la mente los gigantescos espectaculares que amarillean por las noches y rotulan frases como “menos face y más book”, “dios, haz que lean” o “que compres un libro, carajo. Libros para neuróticos”. Pienso en la petulancia implícita y el prejuicio que sale de esos anuncios. “Los mexicanos no leemos”, es una afirmación que se repite como una letanía. Y ni cómo contradecirla. De acuerdo con datos del Módulo de Lectura del Inegi, menos de la mitad de nuestra población lee un libro al año. Leer te hace más inteligente, más guapo, más interesante, mejor persona, hasta te van a dejar de oler las patas, es lo que prometen las campañas para fomentar la lectura. Las estrategias para exhortar a leer han fallado en su diagnóstico sobre los bajos niveles de lectura en el país.

Cuando se le pregunta al respecto, Emiliano Monge dice no concordar con las promesas milagrosas que hace la publicidad ni tampoco con las causas de la no lectura en México. “Yo creo que la estrategia de formación de la lectura olvida un tema fundamental: para leer hay que tener tiempo de calidad. Y en un país donde 98% de la gente vive preocupada, no por su forma de vida, sino por su forma de superviviencia no existe tal cosa como el tiempo de calidad”. Leer no te hace mejor persona ni te hace más inteligente, te hace lector, revira el ganador del premio Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska. La lectura te puede hacer más sensible y más simpático. Tal vez más culto. Pero no mejor persona: “hay gente inteligentísima que no ha leído un libro jamás. Hay gente mega astuta que no ha leído un libro jamás. Hay muchos hijos de puta muy leídos. Muchísimos”, bromea Monge mientras se sigue jambando sus papitas y un agua mineral.

La no lectura se explica por sí sola. La situación en que vivimos muchos mexicanos, acaso la mayoría, no permite que seamos devoradores compulsivos de libros. Emiliano Monge lo explica: “no puede haber un país lector si hay un país desigual. No puede haber un país lector si hay un país con el miedo que hay en México. No puede haber un país lector con la realidad de México. No es raro que en México lea poca gente, hay poca gente que tiene el tiempo de leer. Las cifras de lectores están relacionadas con la élite privilegiada de los que podemos comprar, leer y escribir un libro. Nos guste o no. ¡Qué trágico!”.

Foto: Emiliano Monge

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La violencia es el tema recurrente de esta plática. La de la realidad y la que permea en la ficción. Hablo con Emiliano Monge a propósito de su primer libro de cuentos: La superficie más honda. La crítica Dalia Cristerna define el mismo como una serie de relatos donde los personajes son “devorados por su entorno, un ambiente sumergido en la violencia políticamente consensuada en donde los crímenes, desapariciones y acosos son parte del día a día”. Si no se especificara que es un libro de ficciones, fácilmente se podría pensar que lo incluido en el tomo son crónicas de no ficción sobre la violencia en México. Sobre ese tema, el vínculo entre periodismo y literatura, ya abundará el escritor más adelantito.

El libro comienza con el cuento Alguien que estaba ahí sobrando. El relato es protagonizado por Hernández, un joven que se dirige al pueblo de Aquila para perder su virginidad con una morra a la que ha visto sólo una vez. Del joven, como de la mayoría de los personajes de Monge, sabemos acaso lo más básico. Nunca vemos su rostro ni su cuerpo. Quizá como el recurso utilizado en la Libertad del diablo, la falta de rasgos identificables no hace sino abonar al reconocimiento de uno mismo en las desventuras del otro.

Leer: en este enlace pueden consultar el primer cuento de La superficie más honda

Aquila, un pueblo que podría estar en Guerrero, Michoacán o que sólo se sitúa en la mente del escritor, es un sitio al que nadie quiere ir. Es más, nadie está yendo. La travesía de Hernández, que inicia como un sitcom atropellado, se vuelve prontamente en una tragedia. Sin deberla ni temerla, el joven se ve atrapado en un lugar donde la ley la hacen los que empuñan los cuernos de chivo. Como tantos otros mexicanos. Es imposible no pensar en el toque de queda que prevalece en Reynosa, Tamaulipas, donde los distintos grupos criminales tomaron el control total de la ciudad. Balazo tras balazo, escuelas y comercios cerrados: familias atrincheradas en sus hogares, corroídas por el miedo.

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La crónica ha tenido un boom en los últimos años. Escritores se han dedicado a la tarea de hacer periodismo…

Hay gente que hace las cosas muy bien, gente que hace las dos cosas muy mal y gente que hace una cosa bien y una cosa mal. El boom nació con los periodistas y después se esparció a los escritores literarios. Ha sido mejor para la literatura el vínculo inverso: los cronistas que se han acabado metiendo a la ficción que los escritores de ficción que se han acabado metiendo en crónica. No pienso en ningún escritor que haya empezado haciendo ficción y después haya hecho crónica que a mí me haya interesado. Creo que son siempre ejercicios fallidos, por más que piensen que están haciendo crónica acaban tomando herramientas de la ficción, inventando muchas cosas y es algo que la crónica no se puede permitir.

Creo que la diferencia fundamental es que uno persigue la verdad y la ficción persigue la veracidad. Cuando estás entrenado para ser un perseguidor de la veracidad es muy difícil convertirse en un perseguidor de la verdad. Juan Villoro me parece un gran escritor. Casi casi ha hecho el género que ha querido. Ha hecho crónica, ha hecho cuento, ha hecho novela, de un tiempo para acá ha hecho dramaturgia. De su generación hay autores como Leila Guerriero, Martín Caparrós o Alberto Salcedo Ramos. No es casualidad que todos ellos hayan empezado como periodistas. Es más fácil el paso de ahí a la ficción. La ficción deforma y relaja ciertas obligaciones que sólo tienes como periodista.

En el primer cuento del libro, el personaje va a Aquila, un lugar donde nadie más va. ¿Por qué ir con dirección al cuento cuando las editoriales y los medios de comunicación no van hacia esa dirección?

A las editoriales les cuesta más trabajo. A los autores no. El cuento en México siempre ha sido un género de mucha producción y mucha lectura. Se escribe mucho y se lee mucho. A las editoriales les da resquemor. Hace poco sacaron cuentos Antonio Ortuño y Nicolás Cabral. Es un género que se escribe bastante. Hoy leía una frase de Bernardo Esquinca que decía que a los novelistas mexicanos hay que juzgarlos por los cuentos que escriben. Es un género tan importante como la novela. Fui en esa dirección porque hacía mucho que tenía ganas de hacerlo y no podía por escribir novelas.

(A Emiliano Monge le cuesta mucho y le da mucho miedo hacer dos cosas a la vez. Al menos es lo que asegura. Hasta que no fue impostergable no regresó a lo cuentos. Pero tardarse tanto tiempo le hizo bien, los cuentos les estuvieron dando muchos golpes en la cabeza durante este tiempo. A últimas fechas se dice obsesionado por la obra  del cuentista chihuahuense Jesús Gardea).

Etgar Keret dice que el cuento es el núcleo de la literatura, el ejemplo más antiguo de la literatura y más intuitivo que la novela

A mí me parece un escritor genial, me gusta mucho. Creo que dice eso porque sólo escribe cuento. La única novela que escribió es un cuento largo (Pizzería Kamikaze). La diferencia entre cuento y novela —no se trata de qué es mejor o peor, ambos son absolutamente geniales— es que en la novela uno busca en todo momento lo que se debe decir y en el cuento uno busca en todo momento lo que se debe callar, lo que se debe guardar. Esa es la diferencia fundamental. La otra cosa es que la novela sucede y uno lee lo que está sucediendo, y en el cuento uno puede leer lo que cree que está sucediendo y eventualmente darse cuenta que lo que estaba sucediendo era otra cosa.

"La superficie más honda", del escritor Emiliano Monge
Foto: Emiliano Monge

Algún escritor, cuyo nombre no recuerdo ahora, dijo que el cuento es como dejar abierta una puerta…

Si te encuentras con una puerta así de abierta después de una novela de 300 páginas, como lector sientes que te tomaron el pelo y como escritor sentirás que le estás tomando el pelo a alguien. El cuento es exactamente eso: no solamente dejar una puerta abierta al final, sino también dejarla abierta al principio. En el cuento entras —de golpe— sin tener muy en claro por qué entras ahí. Y el final es igual. John Berger tenía una frase genial sobre el cuento.  “Toda gran historia termina siempre en un precipicio”. No sabes si el precipicio va a ser un acantilado que se abre a tus pies o una pared de piedra cuya parte más alta no alcanzas a ver. Tiene que acabar en un precipicio sin que sepas de qué forma va a ser ese precipicio.

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Dicen que durante una visita a México, Salvador Dalí dijo que no soportaba estar en un país más surrealista que sus pinturas. Otros dicen que André Breton dijo: “yo no sé a qué he venido, yo no tengo nada que enseñarles, México es el país más surrealista del mundo. Disculpen, hasta luego”. México, más que un chiste o una mala broma, probablemente sea un cuento. En un país en donde coexisten una de las 10 personas más ricas del mundo y más de 55 millones de personas en situación de pobreza, donde un exgobernador dio tratamientos falsos a niños con cáncer, donde un presidente plagió su tesis y brindó contratos a amigos y salió limpio, donde se explican las muertes con un “seguro andaba en algo malo” o  un “fue daño colateral”, donde la muerte a plomo es considerada algo casi natural, parece ya no existir capacidad para el asombro. México, tal vez, es un gran cuento que siempre termina en un precipicio.

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Uriel Salmerón es periodista egresado de la EPCSG. Ha sido colaborador de la Red de Periodistas de a Pie y publicado en diversos medios como Máspormás, SinsaborEl barrio antiguo, Cosecha Roja y Yaconic.

Twitter: @urisalmeron

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