Por José Ignacio Lanzagorta García

Vamos y venimos entre la idea de que estamos frente a un cambio mayúsculo al simple suspiro escéptico de que todo va a seguir igual. Y es que dependiendo cómo se le mire, tal vez sea posible conceder un poco de razón a ambos polos de esta intensa cruda postelectoral. Adherentes y detractores, analistas dizque neutrales y ciudadanos de a pie, se han construido sobre el futuro gobierno de López Obrador un espectro de expectativas tan amplio, tan ambivalente, tan inestable, que la prudencia llega sólo a veces y por agotamiento. Cualquier señal, cualquier traspié, cualquier declaración puede confirmar al Mesías o al Demonio, al autócrata o al demócrata, al lopezportillista o al izquierdista “moderno”. Es la lupa con la que, desde nuestra polarización, hemos mirado cualquier cosa tocante a López Obrador desde que manifestó su deseo por gobernar el entonces Distrito Federal. Incluso con seis años como Jefe de Gobierno en su currículum, pienso que con López Obrador, incluyéndose él mismo, sólo hemos sabido relacionarnos a través de una desbordada y magnificada expectativa.

Si bien la incertidumbre sigue, desde el domingo en la noche estas expectativas han perdido fantasmagoria. Ya no es una voz que clama en el desierto (guiño), sino estamos hablando del presidente electo y las ideas que tenemos sobre lo que está por empezar ya no deben hacerse desde la rivalidad de la campaña, ni desde la lucha simbólica, cultural y política de su viabilidad versus su evitabilidad. Toca sopesarlo desde las estructuras e instituciones políticas y sociales y, ahí, esa carga de más de 15 años de expectativas puede llegar a estorbar. Sin embargo, el escepticismo no sólo no abona a nada, sino que resulta falso o artificial. El propio López Obrador repitió, en sus primeras palabras al asumirse victorioso de la jornada electoral, que su llegada significa la “cuarta transformación” del estado mexicano (después de la Independencia, la Reforma y la Revolución). A pesar de esta gigantesca ambición, mi llamado es a que todos, propios y extraños, aprovechemos estas semanas para reajustar nuestras expectativas a la luz de lo que termina y a la luz de lo que empieza. Comparto aquí, brevemente, el inicio de mi propio razonamiento.

Foto: Alfredo Martinez/Getty Images

Menos violencia, menos corrupción, menos desigualdad. Sin precisar alguna magnitud concreta en cada caso, con eso me daría por bien servido como el límite más mediocre de mis expectativas positivas. Por supuesto, ninguna de esas tres trayectorias debería avanzar si no es como implicación de otras cosas: mejor administración de la justicia, mejores servicios públicos, mejor ejercicio fiscal, mejores instituciones, mejores mecanismos de rendición de cuentas y representación. Si acaso se llegaran a conseguir esos objetivos sin esas implicaciones, la habremos pasado menos mal y eso es en sí mismo positivo, pero poco habrá cambiado y nada nos garantizará que esa senda continúe.

Desde la perspectiva de algunos de sus detractores estas expectativas podrían ser las mismas. La diferencia es que en el camino para conseguirlas podría pagarse un costo que no aconsejarían o aborrecerían pagar. En esas otras cosas que tendrían que implicar una mejora en la paz social, menos corrupción y más igualdad, las expectativas del detractor no son las de lo que consideraría mejoras político-administrativas, sino más bien soluciones cortoplacistas o autoritarias que, a largo plazo, tendrían que revertirse.  

En cualquiera de estos dos escenarios, no estaríamos hablando de expectativas dignas de una “cuarta transformación”. Dejando de lado a quienes crean, no sin cierto desdén, que la violencia, la corrupción y la desigualdad permanecerán intactas o incluso empeorarán en esta administración, ¿serían éstas las expectativas más conservadoras? Yo creo que sí. De entrada, porque sólo miran la administración del Ejecutivo y las cosas que le serían imputables, cuando esta elección nos dejó un saldo de cambio mucho –pero mucho- más elevado. Pero, sobre todo, porque a la luz de este saldo, serían expectativas sordas al discurso de López Obrador.

Foto: Pedro Mera/Getty Image

Estas elecciones han transformado el sistema de partidos de manera muy profunda. Desde las campañas, las dimensiones del espectro ideológico que habían caracterizado a la política mexicana en las últimas tres décadas también han tenido algunos desplazamientos. Aunque ninguna alianza está garantizada para siempre, teníamos 21 años sin una legislatura con mayoría absoluta de la coalición ganadora. Nunca hay un entorno internacional “normal”, pero ciertamente la presencia de Donald Trump lo enrarece sobremanera. Además, López Obrador llama a moralizar la política mexicana y a cambiar algunas de las narrativas de la agenda política que han imperado en el país los últimos 30 años. La mesa está puesta para que esperemos algo más que menos violencia, menos corrupción y menos desigualdad.

Está claro que el statu quo se tambalea, lo que no lo está es la magnitud de las vibraciones, si alcanzará punto de quiebre y, a veces, ni siquiera queda claro para qué lado caería. Lo cierto es que el próximo presidente de México tiene una potente ambición: no parece querer simplemente sentir el poder por el poder; su meta –y ha sido transparente en ello- es pasar a la historia y no ha cualquier costo, sino con la etiqueta del “buen presidente”. Su obsesión es su inscripción en un panteón nacional donde, al parecer, se sentiría avergonzado si su lugar fuera junto al de Victoriano Huerta o al de López de Santa Anna. No parece que López Obrador piense en términos de izquierda o derecha más que como un parámetro que, a la hora de crear instituciones, lo colocaría al lado de “los buenos”. Tal vez es comprendiéndolo desde estos términos que podamos comenzar a recalibrar las expectativas sobre a dónde va y a dónde puede llegar.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

Imagen principal: Getty Images

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