Por Luis G. Rojas

Durante el pasado mes de junio, el Foro Sor Juan Inés de la Cruz de Ciudad Universitaria en la UNAM presentó Mi Fausto de Paul Valéry, con la dirección de Sergio Cataño. Los asistentes a esta puesta en escena pudieron participar de una experiencia única, en un foro íntimo que permitió saborear la buena adaptación del guion original. Las actuaciones de todo el reparto fueron excelentes, pero la de Ana Bertha Spin, interpretando a Mefistófeles, fue entrañable.

Mi Fausto es una obra de teatro inacabada. El guion de la obra es peculiar y reflexiona sobre diversas cuestiones primordiales, como, por ejemplo, la tensión entre el deseo y el miedo a la voluptuosidad. Aquí, la razón aparece como un instrumento de los sabios para controlar las ficciones que el amor y satán producen en el ser humano. Por eso el sabio Fausto, atrincherado en la razón, nos advierte: cuidado con el amor.

Pero lo que ha llamado más mi atención es la observación que hace Valéry sobre la perversión del mal. Mientras que el Fausto de Goethe es un gran intelectual que ofrece su alma a Mefistófeles a cambio de conocimiento infinito, el Fausto de Valéry ha envejecido y vuelto a ser joven para luego volver a envejecer, está cansado del conocimiento y del dolor que implica ser humano–emocional, erótico, convulsivo.

Foto: cultura.unam.mx

Sin embargo, a Fausto lo animan dos cosas: por un lado, quiere escribir un libro donde pueda verter todo el conocimiento, una mezcla de rigor argumentativo y mundos ficticios; por el otro, quiere ayudar a Mefistófeles a despertar la creatividad y enseñarle a pensar. Porque el problema con los espíritus es que tienen una conciencia robótica y no saben pensar. Esta falta de reflexión, por ejemplo, ha impedido que Mefistófeles se percate de que los tiempos han cambiado, que no queda nada de las fábulas de los primeros tiempos porque ‘el hombre ha encontrado el viejo Caos’. Esto quiere decir que el satán está anticuado y ya no da miedo, el mal se ha depreciado y, con él, la belleza y el bien.

Esto queda de manifiesto cuando Lust, la asistente de Fausto, se encuentra por primera vez con Mefistófeles y le reclama a éste su aspecto deslucido (sin cuernos ni patas de cabra y larga cola), ¿cómo puede uno sentir miedo? Satán le responde que en su traje de gala es cuando menos le debe de temer. Pronto, Lust se entera que cuando más debe de temerle a satán es cuando se introduce imperceptiblemente en nuestra mente y enciende a su conveniencia nuestra ira, codicia, lujuria, o pereza. Así, mientras el satán controla robóticamente a Lust y juega con sus deseos, sueños y carne, le susurra al oído que ahora es libre, y que más libre será entre más pronto sucumba a la voluntad del satán. Pero hoy en día, esto no parece tan espantoso.

Mi Fausto se pública casi a la muerte de Valéry en 1945; sin embargo, es muy relevante para nuestros tiempos. El mal se ha envilecido no por falta de temor a las patas de cabra de Mefistófeles, sino porque ya a nadie parece importarle que satán juegue con sus deseos, sus sueños o su carne. Por el contrario, en este mundo moderno donde el hombre ha encontrado el viejo caos y cuyo mandato racionalista es gozar, advertencias como ‘cuidado con el amor’ parecen ridículas y represivas. En la sociedad de consumo de hoy, no tienes que preocuparte por dilemas éticos, si lo deseas –y está disponible en el mercado– es racional tomarlo. Pero, entonces, ¿somos más libres con la depreciación del mal?

Imagen: Barbara Kruger | themodern.org

Fausto cree que Mefistófeles no se ha dado cuenta de la degradación del mal, pero quizás él ha sido el engañado. Porque, como el poeta Charles Baudelaire ha observado, ‘la jugada más fina del diablo ha sido convencernos de que no existe’. Efectivamente, si creemos que el mal no existe es más fácil que nos dejemos capturar por una conciencia robótica, donde ni lo bello ni el libre albedrío son posibles.

La crítica de Fausto a la corrupción del mal puede verse como un callejón sin salida, donde el ser humano está atrapado entre la hipocresía de desear secretamente la voluptuosidad y la amargura de reprimir racionalmente su verdadera naturaleza. Pero también puede verse bajo la lupa de las investigaciones del pensador francés Michel Foucault.

Una de las grandes contribuciones de Foucault ha sido mostrar que los regímenes políticos contemporáneos no controlan a la población por medio de la fuerza coercitiva, sino a través del bio-poder. Es decir, en la época moderna, el poder se encarna en las personas para controlarles desde dentro. Curiosamente, esta forma de operar es similar a la estrategia de Mefistófeles. En efecto, el neoliberalismo se ha extendido bajo la idea de que se han acabado las ideologías, siendo él mismo una ideología que influye en nuestras actitudes, en lo que deseamos y hasta en lo que soñamos.

Sin embargo, la vía para enfrentar la degradación del mal y de la libertad en nuestra época no puede ser la mojigatería del racionalismo que busca reprimir la abundancia de la vida mediante la demonización de las pasiones y lo diferente. Alternativamente, Foucault nos propone regresar a la ética y reflexionar sobre la forma en la que nos gobernamos a nosotros mismos y a otros. Esto implica ver al ser humano como una obra de arte que, mediante tecnologías del cuidado del ser, es capaz de ejercer poder sobre sí mismo para alcanzar un estado de felicidad, o sabiduría. Aunque esta propuesta puede parecer new age no lo es, y vale la pena explorarla porque la alternativa es seguir creyendo que somos libres porque ni el mal ni la ideología existen.

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Luis G. Rojas es Doctor en Gobierno por la University of Essex, Inglaterra.

Twitter: @Gabel_castro

 

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