“No voy a demostrar nada, voy a mostrarlo” Fellini.

El 31 de octubre de 1993, moría el gran Federico Fellini en Roma, dejando tras de sí 24 películas, cada una de ellas eterna y monumental. La influencia de Fellini no se limita al cine, trasciende a todo ámbito de la cultura occidental. La imagen de la belleza y de lo hipnótico no sería la misma sin la conmovedora escena de la Fontana de Trevi en La dolce vita: la sorprendida y conmovida mirada de Marcello Mastroianni sobre Anita Ekberg bañando su cuerpo en una suerte de ritual de iniciación hacia lo onírico nos adentra en el sueño mismo del amor, haciéndonos despertar al instante siguiente.

En efecto, aquel momento marcaría el final de una era neorrealista en el cine de Fellini para dar inicio a su llamado periodo simbolista. Aquello no sólo determinaría un parteaguas en la filmografía de Fellini, sino en el espíritu de una época: Macello ingresando en las aguas, borracho de belleza y al mismo tiempo consciente de su naturaleza falible y terrenal servía de prólogo, en 1960, a la revolución cultural que sacudió a la década. El dispositivo de lo onírico sirvió a Fellini incluso ahí donde la crítica al absurdo de lo real nos deja apabullados. Es más realista, quizá, su ácido Satyricon, con su retrato de los absurdos valores occidentales, que sus primer trabajo, El jeque blanco.

Fellini se unió a Descartes, Schopenhauer y Freud en la reveladora y angustiante tarea de descifrar la naturaleza de los sueños en la que tanto destacaran sus contemporáneos surrealistas, superándoles. 8 1/2, por muchos considerada su obra maestra, nos muestra de nueva cuenta a un Marcello hipnotizado, esta vez no por la presencia, sino por la ausencia y el recuerdo, bajo el efecto de las mágica palabras Asa-Nisi-Masa.

Aquél film de 1963 refleja la cansada alma de un director solitario, atormentado por una fama quizá vacía de significado y por la evanescencia de lo sublime. Imposible elegir una escena que destaque por sobre las demás en aquella obra. 8 1/2 no es sino una oda al siempre lejano pasado, a la fragilidad del instante y a la inevitable condena de la muerte. Fellini junta a su alterego cieneasta Guido con todos los personajes de su vida en una conmovedora escena final, mitad celebración del mundo, mitad requiem: imagen que bien podría servirle de epitafio.

Durante su carrera, Fellini aseguró continuamente que el cine haría trampa si buscase expresar un contenido discursivo ante la cámara y no desde ella. En este sentido, escapó del pecado en que pudieron caer Godard o Antonioni, que convirtieran algunos de sus filmes en registros de literatura filosófica en video. Se mantuvo fiel a la creación de un lenguaje cinematográfico fino y poderoso, un órgano visual segregador de imágenes autónomas, convirtiéndose en lo que pocos artistas logran: un creador de vita.

 Descanse en paz y viva siempre, Federico Fellini (1920-1993).

 

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