Por Andrew Paxman

Empecemos con un pequeño concurso. Se llama “Identifica al gobernador”. Voy a mencionar 10 famosas citas de varios exgobernadores de distintos estados mexicanos. Trate de identificar la fuente.

Primero, una cita fácil de identificar:

1. “Un político pobre es un pobre político” (1969).

Ahora procedemos en orden más o menos cronológico:

2. “Puebla […] era un nido de alacranes y que ahora lo tengo perfectamente controlado. Aquí no hay más voz que la mía” (1939).

3. “Un pinche muerto más o menos no me va a quitar el sueño” (1959).

4. “¿Querían tierra? ¡Échenles hasta que se harten!” (1965).

5. “Mi deseo es morir con un brasier en los ojos y una pantaleta en el corazón” (1984).

6. “Los derechos humanos son para los humanos, no para las ratas” (1999).

7. “Mi héroe, chingao” (2005).

8. “A mí lo que algunos poquitos dicen me vale madre […] Digan lo que quieran […] ¡Chinguen a su madre!” (2008).

9. “Yo duermo como bebito, como niño” (2009).

10. “Estoy ahorita en plenitud del pinche poder; tengo el gobierno en la mano” (2010).

Bonus:

11. “Sí merezco abundancia, sí merezco abundancia, sí merezco abundancia […]” (entre 2010 y 2016).

Consideradas en conjunto —y se pueden añadir muchísimas más— estas frases conforman un retrato sugerente sobre el comportamiento y la autoestima de muchos de los gobernadores mexicanos desde la Revolución, si no desde antes. Se puede decir que reflejan una mentalidad de gobernar. No es una característica universal; ha habido gobernadores decentes, progresistas o por lo menos bien intencionados. Pero de manera creciente parece ser una mentalidad mayoritaria.

Una de las razones por las que en años recientes la figura del gobernador ha parecido tan autócrata, tan corrupta y, por ende, tan despreciada es la existencia de una cultura política arraigada a nivel estatal, según la cual muchos gobernadores se consideran autorizados a ejercer un poder absoluto y a incurrir en abusos de derechos civiles, violencia represora, gasto excesivo, falta de transparencia, cooptación de la prensa, desvío de fondos, nepotismo, machismo desenfrenado, impunidad y falta de empatía frente a las necesidades y el sufrimiento del pueblo. Varios gobernadores —como se nota por las citas— incluso han hecho alarde de estas cualidades.

Enrique Peña Nieto en una reunión con gobernadores llevada a cabo en diciembre de 2012. Foto: The New York Times.

LOS GOBERNADORES CONTEMPORÁNEOS

Somos testigos de una nueva época de corrupción y caciquismo gubernamental. Esto se ha comentado por lo menos desde 2003, cuando Leo Zuckermann publicó un artículo en Proceso titulado “Los nuevos virreyes”; se ha notado por los muchos escándalos que han surgido alrededor de nombres como Tomás Yarrington y Eugenio Hernández o Mario Villanueva y Roberto Borge (sólo para mencionar a los tamaulipecos y quintanarroenses) y se ha visto cada vez más durante el sexenio vigente en los medios más independientes, como Animal Político, Sin Embargo, Proceso y aun en Nexos y Letras Libres.

El auge de reportajes y estudios de la corrupción a nivel estatal ha provocado la pregunta: ¿es una mera cuestión de percepción? En alguna medida sí lo es, ya que desde principios de los años noventa, México ha visto una notable apertura en los medios —sobre todo los medios impresos y después digitales, pero aun Televisa fue fundamental en la revelación de la matanza de Aguas Blancas (transmisión hecha sin permiso previo de la Presidencia), la cual motivó la renuncia forzada de Rubén Figueroa Alcocer como gobernador de Guerrero en 1996. Es decir, se han estado revelando muchos casos que en épocas anteriores podían haber pasado desapercibidos, o estancados entre dimes y diretes.

Cabe notar también que la percepción de la corrupción, medida por encuestas públicas, es la base del frecuentemente citado índice publicado cada año por Transparencia Internacional. Como la encuesta se lleva a cabo a nivel nacional, es razonable suponer que la mala cifra obtenida anualmente por México —la cual empeoró entre 2012 y 2017— refleja en parte un creciente hartazgo con los gobernadores.

Otro indicativo que ha incidido en la percepción, por lo menos en parte, es la creciente apertura de procesos judiciales en contra de los gobernadores. En 2017 se reportó en The New York Times que 17 ex gobernadores eran investigados por corrupción. A menudo la prensa cita esta tendencia como prueba de un aumento en el mal comportamiento de los gobernadores, pero igualmente puede reflejar una creciente actitud por parte del gobierno federal —en particular, un gobierno de tan baja popularidad como el de Enrique Peña Nieto— de que hay que hacer algo o por lo menos hay que fingir hacer algo, en respuesta a las revelaciones publicadas por la prensa.

Más allá de la percepción, sin embargo, desde los años noventa ha habido cambios concretos en el ámbito político que propiciaron la autonomía de los gobernadores. En teoría, estos cambios son avances democráticos, por significar un contrapeso a lo que por mucho tiempo fue un Estado demasiado centralista. Sin embargo, entre sus resultados ha sobresalido el refuerzo de una conducta insólitamente caciquil y corrupta. Vamos por partes:

1. El papel constitucional del Senado: hace cuatro décadas, se publicó un libro llamado ¡Cayeron!, que catalogó el derrocamiento de 67 gobernadores entre 1929 y 1979.6 Durante ese medio siglo, no fue muy difícil que un presidente removiera a un gobernador, en gran parte porque el Senado de la República —bajo su control partidario— tenía el derecho constitucional de desaparecer todos los poderes de una entidad federativa.

A partir de la década de los setenta, se dejó de usar este mecanismo por el hecho de que causó mucho resentimiento a nivel local al remover no sólo al gobernador, sino también al Congreso. Pero la continuada vigencia de esta prerrogativa del Senado probablemente ayudó a convencer a muchos gobernadores más que sería inútil resistir una solicitud de renuncia por parte del presidente. (Carlos Salinas destituyó a 12.) Sin embargo, esta herramienta dejó de ser una opción a partir del 2000, ya que el partido del presidente ya no gozaba de una mayoría en el Senado; de hecho, desde ese año ningún partido ha tenido una mayoría. Así se nota la desaparición de facto de un mecanismo de castigo, de rendición de cuentas.

2. El papel de Hacienda: cuando se dejó de usar el Senado para destituir a un gobernador, el presidente aún conservaba varias herramientas que le permitían aplicar suficiente presión para removerlo sin muchos problemas. Entre ellas había presiones mediáticas, ejercidas por medio de la prensa oficialista, Televisa o TV Azteca; presiones políticas, ejercidas por Gobernación o el comité nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y presiones financieras, ejercidas por medio de Hacienda.

Quizá la herramienta de Hacienda fue la más eficaz, ya que desde principios de los años setenta los gobiernos estatales recibían casi todo su presupuesto del gobierno federal. Pero en 1998, bajo el presidente Ernesto Zedillo, se hizo una reforma fiscal que concedió a los gobernadores una mayor autonomía financiera y mayores fondos (éstos se multiplicarían por un factor de 20 para 2016). De nuevo, una importante herramienta de presión quedó disminuida. Mientras tanto, la posibilidad de que un gobernador se enriqueciera del erario creció mucho.

3. La fragmentación de la Cámara de Diputados: como ya se habrá notado, la disminución del control presidencial sobre los gobernadores se debió en parte a intentos de democratizar y descentralizar el país. Es decir, irónicamente, la supuesta democratización ha contribuido a la inmunidad y la permanencia de gobernadores poco demócratas. Y se ha visto esta tendencia de nuevo, si bien indirectamente, en el papel de la Cámara de Diputados.

Desde 1997, ningún partido ha gozado de una mayoría absoluta en la Cámara. Cada presidente desde entonces ha tenido que trabajar con políticos de la oposición para poder legislar. Esta dependencia ha dado otro grado de inmunidad a los gobernadores, ya que un presidente que busca la colaboración legislativa de diputados opositores será renuente a utilizar la Procuraduría General de la República o la presión de Televisa para obligarlos a renunciar. Es más, los partidos de la oposición —sobre todo el PRI, en tiempos de los presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón— han protegido a gobernadores corruptos o abusivos de su propio partido, ya que éstos conservan varias palancas indispensables para influir en los procesos electorales federales en sus estados.

Por eso, a pesar de enormes presiones públicas y mediáticas, gobernadores acusados de cometer abusos contra los derechos civiles, como Ulises Ruiz de Oaxaca (2004-2010) y Mario Marín de Puebla (2005-2011), se quedaron hasta el final de sus sexenios. Aún en años recientes, cuando los abusos y el autoenriquecimiento parecen haber aumentado, son muy pocos los casos de gobernadores removidos o presionados a renunciar (Ángel Aguirre de Guerrero en 2014 y Javier Duarte de Veracruz en 2016). Más típicamente, se permite a un gobernador incómodo salir al final de su mandato y sólo se abre un proceso penal en su contra si las revelaciones sobre su conducta son tan persistentes y abrumadoras que hay que hacer algo, o si insiste el gobierno de Estados Unidos.

Esta última fuente de presión refleja un cuarto factor del creciente comportamiento corrupto en los estados: el alza del dinero proveniente del narcotráfico que ha contaminado el ámbito político. Desde los años noventa (los ochenta en algunos estados) ha habido mucho dinero en juego y se ha vuelto muy difícil evitar la corrosiva influencia del narcodólar, sobre todo en los estados fronterizos, los que tienen grandes puertos y los que son propicios para el cultivo de amapola. Tales estados han atestiguado altos niveles de contrabando desde la década de 1920, cuando los principales estupefacientes exportados eran el alcohol, el opio y la mariguana. Pero las sumas financieras en décadas recientes son de otra magnitud.

Hasta aquí las causas próximas de la corrupción y del caciquismo recientes. Pero hay también causas fundamentales —es decir, antecedentes históricos— que habría que considerar. Tal como se nota por las citas al inicio, hay una tradición de gobierno caciquil en los estados que se ha mantenido por décadas.

El texto anterior es un fragmento de la introducción a Los gobernadores: caciques del pasado y del presente, libro coordinado por Andrew Paxman en el que por medio de doce perfiles, los colaboradores de este tomo -la mitad periodistas, la mitad académicos- señalan las raíces de la conducta caciquil y documentan el modus operandi de varios de los gobernadores “sobresalientes” de nuestros tiempos.

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Andrew Paxman (Londres, 1967) tiene una maestría por la Universidad de California, Berkeley, y un doctorado en historia por la Universidad de Texas. Es profesor en la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde imparte clases en historia y periodismo, y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Es coautor de El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa (Grijalbo, 2000/2013), y autor de En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México (CIDE/Debate, 2016).

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