Por José Ignacio Lanzagorta García

Cada tuit de @noticonquista significa una batalla campal en sus menciones. Buena parte de la lucha consiste en los manotazos de autoridad: esto no fue así, cómo se atreven a citar esto y no esto otro, están malinterpretando, no pueden presentar este dato sin hablar de este otro, ¿no se supone que hay especialistas detrás de esto? Como es frecuente en las memorias colectivas, subyace la idea de que sobre lo que sucedió hace 500 años lo único que importa –y muchísimo– es la Verdad. Y, como siempre, todo se complica a la hora de seleccionar, describir y construir todos y cada uno de esos datos y hechos concretos que conforman el (los) relato(s) que nos contamos. Aunque lo sabemos y se nos insiste mucho en ello, nos gusta jugar a que sí puede existir una sola Verdad, que ésta es accesible –aunque sea sólo a aquellos a quienes denominamos expertos– y que, una vez revelada, por sí misma debe orientar a un colectivo sobre cómo posicionarse políticamente sobre ella.

Si uno mira con atención las menciones a ese proyecto de divulgación histórica a propósito de los 500 años de este proceso que llamamos la Conquista, las prisas son por esto último: posicionarse políticamente sobre ella. Genocidio, encuentro entre dos mundos, proyecto civilizatorio, invasión… A veces creo que no existe otro hito en la historia de estas tierras que nos exija más apasionadamente posicionamientos. Que si Porfirio Díaz fue bueno o malo, que si Maximiliano al final era más o menos liberal… En estas conversaciones que conforman el lugar común de la sobremesa, la discusión puede acalorarse, pues al final no es un rigor disciplinario lo que suele estar a discusión –aunque sirve como parte del juego– sino el valor que tienen esas interpretaciones para definir o enmascarar posiciones políticas contemporáneas. Sin embargo, es la voz autorizada del especialista la que debe resolver la polémica… y su sentencia siempre dejará inconforme a una parte.

Creo que en el caso de la Conquista la cosa se complica sobremanera. Considerar si Porfirio Díaz era bueno o malo suele disfrazar distinciones políticas que están en disputa todo el tiempo y en todos lados bajo un marco hegemónico vigente. Es decir, estamos peleándonos, por ejemplo, entre el liberalismo económico versus liberalismo político, la izquierda y la derecha, democracia liberal y autoritarismos, entre otros. Sin embargo, cuando discutimos sobre las hechos verdaderos de la Conquista y la correcta interpretación y posición que debe emanarse de ellos, parece que nos disputamos algo mucho más profundo y que, sospecho, está íntimamente ligado a los proyectos políticos y culturales de Estado y de nación que se han formulado, implementado, fracasado o mutado en los últimos 200 años. Cuando peleamos por acomodar y calificar la(s) narrativa(s) de la Conquista, nos estamos disputando toda la hegemonía vigente.

Por eso es tan intenso. Por eso nos interpela tanto. Aludir a la Conquista, filtrado o no por los proyectos educativos y culturales que se han implementado para relacionarnos con ella, nos lleva a tocar hechos que devinieron en instituciones e instituciones que se convirtieron en estructuras sociales. A veces dicen que es una “herida que no ha cerrado”. Yo creo que la herida cerró hace mucho. Y justo ahí han sido muchos –aunque no todos– los estudiosos formales en este período quienes suelen insistir en ello: no son las mismas configuraciones culturales, políticas y sociales las de ese siglo XVI y las que hoy tenemos. Pienso especialmente en lo que ha tuiteado por estos días el historiador Alfredo Ávila. Sin embargo, lo que sigue abierto es un gran proceso social que –por poner un punto de partida– ahí germinó; un proceso del que emanaron estructuras de desigualdad que rebasan y por mucho cualesquiera de las formas políticas que han jugado desde entonces.


La Conquista, con o sin colaboración de los pueblos originarios, con o sin un estado español, con o sin virreinatos o sistemas coloniales, puede servir como punto de partida para explicar la implantación de una hegemonía europea que tendría que esperar unos siglos más para volverse enteramente global. Han sido muchos los procesos económicos y políticos asociados a ella, algunos descontinuados, otros transformados, pero indudablemente ha tocado todos los aspectos de las culturas de ahí donde llegó. Hoy, en eso que llamamos México, hay un proceso que hoy llamamos racial. Hoy hay un proceso que no es sólo pigmentocrático, sino también cultural –lingüístico, identitario, religioso y más– que marca desigualdades de arranque al acceso a los beneficios del Estado mexicano, a las instituciones y al mercado. La universalidad de los derechos liberales como proyecto del México independiente no han conseguido derrotar esta hegemonía. El proyecto posrevolucionario de una nación mexicana monolítica en términos raciales y culturales, tampoco lo consiguió.

Exigir disculpas a la actual Corona española puede significar muchas cosas muy disímbolas: un problema diplomático por las formas, un oportunismo político doméstico o una estrategia hipócrita –considerando, por ejemplo, Huexca o el Tren Maya–. También la idea de las disculpas nos obliga a valorar en términos morales y casi jurídicos, como si fuéramos un jurado, los hechos concretos, las personas, las instituciones de hace 500 años. Y ahí es donde muchos, especialistas y no especialistas, no ven el caso: ya expiró, “ya supérenlo”, dicen algunos. Sin embargo, este mismo acto, si es ligado a otros, más profundos y mejor coordinados, podría ayudar a conducirnos hacia un posicionamiento renovado del Estado mexicano con respecto a este relato –que, como he dicho, es más bien hacia una hegemonía–, hacia una auténtica ruptura con el México de la raza cósmica para transitar a uno auténticamente multicultural. A pesar de las muchas voces que lo desestiman, hablar de la Conquista hoy es también hablar del México que tenemos. Y es una conversación que nos involucra a todos los que aquí estamos.

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José Ignacio Lanzagorta García es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jilanzagorta

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