Conforme pasa el tiempo, la Revolución Mexicana pierde sus trazos y se nos aparece con rostros extravagantes y deformes. A tantos años de su estallido, poco queda de sus ideales y sus victorias; mientras que sus derrotas nos persiguen como una culpa sin posibilidad de expiación. A estas alturas; con las reformas, los retornos del partido hegemónico y el fracaso del sistema político; resulta fundamental revisitar las versiones de una Revolución cuyos ideales se nos van como agua entre los dedos.

Aunque siempre hubo disidencias, la versión “oficial” de la Revolución Mexicana sigue permeando el imaginario de la sociedad contemporánea. No es gratuito, esta versión fue promovida enérgicamente por la revolución institucionalizada y el partido que la representa. Ciertamente se trata de un versión triunfalista, unitaria y simplona; incapaz de dolerse por la violencia que se desató o de pensar las verdaderas causas y conclusiones de un movimiento tan complejo como fue nuestra Revolución.

No obstante, como decíamos, siempre ha habido disidencias. Una de las más notables la constituye la “Novela (o “Narrativa” o “Literatura”) de la Revolución”. Este movimiento literario floreció en la primera mitad del siglo XX en nuestro país, y dejó su impronta ineludible en las narrativas actuales del Narco y de la violencia; tanto en la literatura, como en la música y las películas.

Es imposible disimular que este movimiento fue alentado por los gobiernos del PRI en sus primeros años, era, junto con el muralismo, una de las corrientes artísticas bien vistas por el poder público. Probablemente este interés se explica por el entusiasmo y el triunfalismo que se vivió en esos primeros gobiernos del partido oficial; porque, en sí mismos, los temas que suelen abordar estas novelas no se avienen con ninguna versión de Estado, sino que exploran los sinsentidos, las contradicciones y las derrotas del movimiento revolucionario y su institucionalización.

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Es así que los escritores que se ocuparon de la Revolución resultan más bien pesimistas. Es el caso de Mariano Azuela y Los de abajo (primera novela de este tipo), de 1916. En este relato, el jalisciense elige tomar la perspectiva de los peones y explorar sus motivaciones para enfrascarse en un ciclo de violencia, como el que representó la lucha armada. La conclusión es devastadora. Fuera de los discursos demagógicos o los ideales de cierta clase media, en esta novela los soldados luchan por luchar, hacen la Revolución como fin en sí misma, sin objetivo alguno. Si bien algunos personajes se ven envueltos por la vorágine de la guerra, otros, casi con visión profética, anuncian que salieron de sus casas y tomaron las armas por “hacer algo”, porque eran conscientes que ni éste ni otro movimiento tenía la fuerza de siquiera empujarlos a aspirar a una vida mejor.

Villa y Zapata

Por su parte, autores como Rafael M. Muñoz, Gregorio López y Fuentes y el militar Francisco Luis Urquizo llevaron la gesta revolucionaria a niveles épicos, en donde los héroes echan mano de su voluntad para acometer empresas imposibles. Sus novelas y cuentos no construyen imágenes de bronce de corrosiva pátina, sino que, a semejanza de las antiguas épicas, configuran personajes trágicos condenados a fracasar. Estos relatos muestran una voluntad suprema, rota sólo por el destino de todo verdadero héroe: la derrota, la traición y la muerte.

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Una de las obras maestras de esta corriente fue el libro Cartucho de Nellie Campobello, publicado por vez primera en 1931. En esta colección de relatos se entremezclan el testimonio, la historia familiar y la historia de una nación a partir de una visión impoluta. Con un estilo limpio y poderoso, Campobello escribe algunos de los pasajes más “vivos” y más “encarnados” del villismo y de nuestra Revolución entera. Y a pesar de todo, sus relatos son cristalinos, sin apasionamientos ridículos ni inquisiciones furiosas.

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Capítulo aparte merecería Martín Luis Guzmán y La sombra del caudillo (1929). En una generación de brillantes intelectuales y prosistas (como Alfonso Reyes o José Vasconcelos), Guzmán destaca como un narrador preciso, elegante y equilibrado. Quizá La sombra del caudillo, en términos de estilo, sea la novela mexicana mejor escrita de todo el siglo XX. Este relato tiene lugar en los años posteriores a la Revolución y narra las desventuras de un general ante los gobiernos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Con precisión quirúrgica, Guzmán recrea los aires de corrupción que dieron vida al partido que, periodos intermedios aparte, sigue en el poder. En 1960 Julio Bracho realizó una adaptación cinematográfica que fue aplaudida a nivel internacional; sin embargo, la cinta fue censurada en nuestro país por sucesivos gobiernos priístas, hasta que por fin vio la luz en 1990, doce años después de la muerte de su director.

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Finalmente, Pedro Páramo, de Juan Rulfo, clausura y lleva a la cima a la Novela de la Revolución. Propiamente, esta novela no pertenece del todo al movimiento, pero sin duda se alimentó de él y creció para colmarlo y superarlo. En este estupendo relato, Rulfo construye al personaje definitivo del cacicazgo mexicano. En efecto, Pedro Páramo es el padre de todos, el jefe de todos, el santo y el demonio de todos, nuestro amo. La novela admite una lectura que propone la existencia simultánea y perene del tiempo, en donde los viejos fantasmas se superponen a los nuevos y de alguna manera todo siempre avanza y es lo mismo. En ese sentido, el movimiento revolucionario, pero también lo que vino antes y lo que vino después, no fue sino la confirmación de la misma sumisión y el mismo cacicazgo. Desde cierto punto de vista, Pedro Páramo, el infinito, es el objeto de nuestra rebeldía, siempre y cuando él nos dé permiso.

En este aniversario 103 del estallido de nuestra Revolución, vale la pena detenerse a escuchar los diversos relatos que nos dejó el movimiento. A través de sus páginas, quizá encontremos que su sentido está inmerso en fantasmas del pasado y condenas que seguimos penando.

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