Por Guillermo Núñez Jáuregui

Desde la cocina del departamento en el que vivo puedo ver la cocina de los vecinos, los del 206. Desde la sala, en cambio, la del 205. No puedo ver lo que preparan, cuando cocinan, pero sí sus rostros. Ocasionalmente hemos cruzado miradas pero de inmediato, como si fuera tabú, rompemos el contacto visual, como cuando gente que no se conoce se toca sin querer (sólo en una ocasión, recuerdo, me comuniqué visualmente con mis vecinos –a quienes no conozco–; escuché que estaban viendo un partido y cuando se produjo un estruendoso grito celebratorio –no sólo dentro del edificio sino en el restaurante que se encuentra enfrente, donde también lo veían–, porque alguien había metido un gol, nos sonreímos y le ofrecí el gesto universal de “felicidades”, con un pulgar levantado; yo ni estaba viendo el partido).

El edificio está diseñado de tal manera que todas las ventanas de los baños den hacia el cubo del estacionamiento, y si uno quisiera (sospecho) podría estar de morboso espiando a los otros inquilinos, pero una curiosa forma de autocensura opera allí como lo hace también en la sala, la cocina y las habitaciones desde las que también pueden verse otras habitaciones. Por supuesto, se cuentan con cortinas que cubren las ventanas cuando hace falta privacidad, pero creo que cuando existen las posibilidades simultáneas de vigilar y ser vigilado, por descontado se asume que nadie va a estar asomándose a ver lo que hacen en otros departamentos. Al menos ese es el principio.

Este panóptico doméstico, típico de las metrópolis, no es el único sistema de control con el que estoy familiarizado. La experiencia escolar fue la primera que se desenmascaró como uno de esos sistemas disciplinarios. Es incluso un tópico literario: escritores tan disímiles como Robert Walser (en Jakob von Gunten), o Fleur Jaeggy (en Los dulces años del castigo) han escrito sobre él; George Orwell escribió también memorias de su tiempo en un internado; está la novela de Robert Musil (Las tribulaciones del joven Törless) y la lista sigue (en las letras mexicanas podemos mencionar Las batallas en el desierto de Pacheco; Elsinore, de Elizondo; La educación de los topos, de Fadanelli; o Imdinb de Gerardo Deniz). Podría hacerse una lista semejante sobre las novelas de oficina, otro de los campos de batalla donde la vigilancia y la disciplina se materializan (sobre cómo algunas de esas narraciones se traducen al cine espectacular contemporáneo, escribí acá).

En la calle, los supermercados y las instituciones bancarias, sabemos que las cámaras nos vigilan o que tienen la potencia de hacerlo (sin preguntarnos qué porcentaje está realmente en operación); que los semáforos controlan, se supone, el flujo vehicular; que la deuda y la farmacología nos controlan también. El otro día visité a un amigo a su departamento y noté que tenía, sobre la cámara de su computadora, un pedazo de cinta de aislar. Me dijo que la tenía allí como una broma para sí mismo (a raíz de la ya famosa imagen de Mark Zuckerberg en la que puede verse que hizo lo mismo con su computadora –a la que también le tapó el micrófono). El auto-chiste de mi amigo me hizo pensar en los sombreritos de papel aluminio que se confeccionan para que nadie pueda leernos la mente (¿no salió algo así en una película de M. Night Shyamalan?), pero también en que el chiste consiste en que ser paranoico, hoy en día, está un poco pasado de moda. Es obvio que los sistemas de control son parte de la vida diaria, del andamiaje esencial de la sociedad.

Phil Toledano | theatlantic.com

Ahora comprendo un poco mejor cómo la filosofía clásica, la originada en la antigua Grecia, podía hacer que convivieran reflexiones profundas sobre la libertad humana, con un sistema de esclavitud. La verdad es que hoy no es muy distinto, seguimos midiendo la libertad más o menos en términos individuales, a menudo de manera meramente interna: lo típico es que la libertad se nos presente como opciones de consumo, pero también con ejemplos límite; es decir, tal vez un preso no esté libre, pero la filosofía nos consuela en que posee libre albedrío y, de quererlo, una rica vida interior. La filosofía, es verdad, nos consuela y prepara para la muerte, pero también, accidentalmente, para no ser libres en el otro sentido, el operativo y realmente significativo, de política práctica. El problema con la libertad es que también juega en la relación entre quienes tienen auténtico poder y quienes no lo tienen. La gran mayoría se encuentra desamparada en esa relación. Tal vez podamos ofrecer, voluntariamente, nuestros pensamientos y deseos en las redes sociales; tal vez podamos consumir (de acuerdo a nuestras posibilidades económicas) los productos que se nos antojen; y tal vez podamos, individualmente, darle la espalda a esa vida y refugiarnos en la frugalidad, la paz interior o el desarrollo personal. ¿Pero tenemos la capacidad imaginativa para dar con una libertad al margen del capital o la supuesta democracia? Es una tarea titánica que no está en manos de los tristes individuos que se asoman por las ventanas, preguntándose que irá a comer el vecino.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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