Por Paloma Villagómez

Comer implica, literalmente, tragarnos el mundo, transgredir la barrera que impone el cuerpo e introducir en él porciones generosas de cultura y sociedadPero, además de las maneras obvias, también nos alimentamos a través de los objetos culturales que en todas las épocas se han creado en torno al acto de comer, como recetarios, libros y revistas, fotografías y, con cada vez más frecuencia, materiales audiovisuales que tocan algún aspecto de lo alimentario.

Quienes pertenecemos a la generación pre-streaming recordamos programas de cocina entrañables como el de Chepina Peralta o el de “la señora Zárate” (referencia exclusivamente tapatía), que alimentaban la creatividad de mujeres que, a su vez, nos alimentaban a nosotros. Una tía encendía religiosamente el televisor a la hora de “Hasta la cocina”, programa de Eva Uranga, viuda de Zárate, que mantuvo su transmisión durante 49 años en la televisión jalisquilla. En ese momento su cerebro se convertía en un mapa de lucecitas que se encendían simultáneamente por acá y por allá, mientras picaba y verificaba la sazón de la comida del día, y tomaba nota de ingredientes y procedimientos para ocasiones posteriores. De todo queda registro en sus múltiples cuadernos de recetas, misteriosamente inmaculados.

Hoy tenemos acceso a una nueva generación de contenidos especializados en lo culinario. Continúan los programas o segmentos locales que instruyen sobre la cocina de la vida cotidiana, pero ahora también abundan los documentales –reveladores y conmovedores por igual-, los programas de cuisines exóticas o extravagantes y otro conjunto de contenidos dedicados a la sensacionalización de la maestría culinaria, al innegable espectáculo que constituye observar a artistas de la transformación de los alimentos, de la producción de auténticas experiencias culturales y sensoriales.

Lo novedoso en los programas culinarios que tanto nos atraen ahora es, en buena medida, su sentido de competencia. Hay que demostrar que se sabe cocinar de acuerdo a estándares expertos y que, por más subjetivos que sean el arte y la apreciación culinarios, la comida de uno es mejor que la de otros. Ya no lo dicen sólo nuestra familia y amigos; lo dice un master chef.

The Big Family Cooking Showdown (TBFCS) es un programa inglés de talento gastronómico y culinario muy particular que se coloca precisamente en la frontera entre lo familiar y lo espectacular. Producida por la BBC y transmitida a partir de agosto de 2017 (disponible en Netflix), la emisión consiste en la confrontación de las habilidades culinarias de familias (cada una representada por tres integrantes) puestas a competir bajo el escrutinio de dos jueces, los chefs Giorgio Locatelli y Rosemary Shrager, ambos celebridades de la escena gastronómica inglesa.

En la primera temporada vemos competir a 16 familias. En las eliminatorias los equipos deben superar tres pruebas: cocinar una comida para cuatro personas con sólo diez libras (cerca de 250 pesos), preparar una comida familiar en su propia casa y elaborar un festín para “impresionar a los vecinos”. Las pruebas aumentan el grado de dificultad en las semifinales y la final, donde se exige la confección de platillos complejos y festines de varios tiempos para un número mayor de personas. Los ganadores no se llevan nada más, pero tampoco nada menos que el reconocimiento a la mejor cocina, ya no de autor, sino de familia.

La premisa de lo familiar atraviesa completamente la lógica del concurso, desde la conformación de los equipos, el tipo de comida –desayunos, brunches, cenas casuales-, el uso de la propia casa como escenario de la competencia, hasta la organización del trabajo entre los miembros de las familias. Además de seguir el proceso de confección de los platillos, lo que vemos son relaciones, afectos, jerarquías, rasgos corporales, un lenguaje de lo familiar que podemos entender sin necesidad de subtítulos. En general, la idea que el programa logra transmitir es que la cocina familiar no se trata sólo de hacer comida sino, justamente, de hacer familia.

Visto así, esta producción tiene la virtud de actualizar la imagen de lo familiar y, con ello, de cierta idea de la sociedad. Los equipos, conformados por madres o padres, hijos y hermanos, cuñadas, sobrinos, suegras, solteros, separados o viudos, dan cuenta de la diversidad de arreglos familiares de una sociedad y del lugar que ocupa en ellos la alimentación como una actividad que reúne e identifica a las personas, tanto en la disposición a ciertos sabores, olores y texturas, como en algunos gestos al cocinar y comer, así como en las tradiciones orales que se transmiten entre las generaciones en forma de recetas, nomenclaturas, procedimientos y hasta utensilios de cocina.

También podemos ver cómo son las relaciones al interior de las familias, los flujos de afecto y autoridad, la negociación de las personalidades y la división del trabajo. No tardamos mucho en identificar ciertas actitudes y roles, un tanto estereotipados –en parte, gracias a la magia de la edición. Vemos mujeres “mandonas” y hombres “mangoneados”. Cocineras quisquillosas sucumbiendo a la presión de la competencia, frente a varones nerviosos pero “ejecutivos” y prácticos. Hombres que suelen cocinar para ocasiones especiales de lucimiento, mientras las mujeres se hacen cargo de la comida ordinaria de todos los días. Generaciones jóvenes dirigiendo con soltura y hasta cierta rudeza a los mayores que, a cambio, observan con orgullo la transmisión exitosa de las tradiciones y el gusto. El humor, la tensión, la (des)confianza, el amor y la impaciencia que definen la vida familiar.

Otro rasgo claro de TBFCS es la multiplicidad de orígenes nacionales y la imposibilidad de pensar en la cocina “esencial” británica más que como una mezcla extraordinaria de varias culturas que representan no sólo su mapa culinario sino también su identidad como nación. La cocina inglesa (los estofados, los pays y tartas dulces y saladas, las vísceras) no llamó la atención de las familias ni para exotizarla, un fenómeno a contrapelo de lo que sucede en la gastronomía inglesa de altos vuelos, que desde hace algunos años trata de reformularse. Salvo contadas ocasiones en las que se prepararon clásicos roasts o fish and chips, las cocinas representadas con mayor frecuencia en el show vienen de India, Marruecos, Siria, Italia e, incluso, México (o algo así).

Esto puede leerse incluso como un posicionamiento político del programa frente al Brexit, un llamado de atención sobre la centralidad de la multiculturalidad en la “ciudadanía alimentaria” de un país que decide ensimismarse por las peores razones, creyendo que así se “recupera” y vuelve a ser algo que nunca fue. Las alacenas familiares que resguardan historias de dolor, lejanía y esperanza están ahí para demostrarlo, y TBFCS encuentra una forma sutil pero contundente de señalar la magnitud de sus aportes a la cultura de “lo nacional”.

Porque así como se hace familia se hace país. Comemos historia, territorios y fronteras, comemos afectos y conflictos. Si las familias se construyen a partir de diferentes historias personales que se entrecruzan, las cocinas también nacen de cuantas mezclas entre naturaleza y cultura seamos capaces de inventar. De alguna manera, TBFCS reconecta estos dos espacios, familia y sociedad, redirigiendo la espectacularidad de la comida hacia su espacio original de invención y tradición, donde aprendemos a comer y a ser.

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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.

Twitter: @MssFortune

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