Por David Rieff

Con objeto de entender cabalmente en qué consiste la crisis alimentaria, es fundamental primero entender en qué no consiste esta. A tenor de las manifestaciones públicas de los funcionarios encargados de enfrentarse a ella y de desarrollar planes para la reforma de la agricultura mundial, a menudo parece que infortunadamente se hallan tan desorientados como el público general. En lugar de formular preguntas concretas, dichos funcionarios suelen parecer conformes con recurrir a respuestas fáciles y formularias de ayuda al desarrollo. Un caso especialmente flagrante ocurrió en abril de 2008, cuando Josette Sheeran, a la sazón directora ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y funcionaria ampliamente admirada en el ámbito de la asistencia humanitaria y del desarrollo, describió la crisis alimentaria del año anterior como un «maremoto silencioso», y declaró que para el PMA representaba «el mayor desafío en sus cuarenta y cinco años de historia». Esta retórica extravagante, la apocalíptica escenificación del peor caso posible aunada a una vanagloria institucional descarada, no es privativa de las respuestas a la crisis alimentaria mundial. Al contrario, ha sido más bien la norma que la excepción en el ámbito del desarrollo al menos desde la época de Fritjof Nansen, cuyos innovadores esfuerzos en favor de los refugiados a principios del siglo xx fueron la fuente de inspiración del sistema vigente de ayuda humanitaria. En este sentido las declaraciones de Sheeran no eran destacables, una iteración común y corriente no solo de la retórica sino del decorado ideológico de los empeños de la asistencia y del desarrollo.

Sea como fuere que se comuniquen, por medio de alocuciones de altos cargos, en ruedas de prensa y en materiales de difusión para los medios, o en los cibersitios de las organizaciones, semejantes llamamientos casi siempre empiezan con un informe sensacionalista y simplificado de una crisis específica y acaban con un discursillo sobre recaudación de fondos que por lo general declara, o por lo menos insinúa, que si los donantes aflojan el bolsillo, la agencia está preparada, dispuesta y capacitada para ser la salvación de todos.

Es preciso reconocer que Sheeran solo estaba cumpliendo con una de las principales exigencias institucionales de su cargo. Sus predecesores sin duda no fueron mejores. Cuatro años antes, uno de ellos, James Morris, calificó el maremoto de diciembre de 2004 en Asia de «posiblemente la peor catástrofe natural de la historia». Además, en el periodo subsiguiente al terremoto de 2010 que devastó Puerto Príncipe, Elizabeth Byrs, portavoz de la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), un organismo asociado al PMA, declaró rotundamente que Naciones Unidas «nunca se había enfrentado a una catástrofe semejante» que ella calificó como «sin precedentes».

La afirmación de Morris era absurda —un disparate en zancos, para usar la acertada frase de Bentham—. Solo alguien históricamente iletrado, o cuanto menos una persona cuya imaginación histórica no se remonta a un tiempo anterior a 1961, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas fundó su agencia, podría haber emitido semejante dictamen, y es por supuesto del todo posible que Morris, un hombre culto, sensato, se hubiera sentido obligado a seguir el guion consabido (tal como también pudo haber ocurrido con Sheeran). Pero las aseveraciones de Byrs no fueron más acertadas. ¿Fue el terremoto haitiano realmente el mayor desafío y una tragedia humana más profunda que la emergencia de refugiados tras el genocidio en Ruanda de 1994 o los brotes de hambruna en Corea del Norte en los años noventa; en ambos casos desastres humanitarios que involucraron a las ramas de ayuda y desarrollo de la ONU? Acaso un filósofo moral habría podido ser árbitro de la jerarquía de estos horrores, pero sin duda estaría por encima de la escala salarial de funcionarios internacionales como Byrs, Morris o Sheeran (o, en todo caso, de la de un escritor como yo). Pero incluso en el contexto de la hipérbole descarada que era la moneda corriente entre las agencias humanitarias desde la refundación de la acción humanitaria moderna que se remonta a la labor de los llamados médicos franceses en Biafra entre 1967 y 1969, y al alegato especial de la PMA, la imagen de Sheeran de una crisis alimentaria mundial como un maremoto silencioso fue particularmente imprudente. No se trataba de una agresión de la naturaleza ante la cual, por lo menos en el caso de terremotos y maremotos, a los seres humanos les fuera posible prepararse pero que es imposible prevenir. En todo caso, la crisis alimentaria es diametralmente opuesta a una catástrofe natural como un maremoto o un terremoto, y es en cambio producto del presente sistema mundial. Es decir, es el resultado de las relaciones de fuerza entre ricos y desposeídos, del funcionamiento de los mercados mundiales, de las tecnologías que empleamos (y los supuestos morales y políticos tras dichas tecnologías), entre otras; en suma, del mundo en que queremos vivir, del orden mundial existente en la actualidad y del orden mundial que podría existir algún día. No hay nada «natural» en ello.

La presentación de los asuntos en términos tan pronunciadamente ideológicos es común en el sur global. Pero suele perturbar la opinión mayoritaria en el norte global, donde se asienta aún casi todo el poder económico y político, tanto de centro-derechas como de centro-izquierdas. Allí, el supuesto ampliamente consensuado, y cuya autoridad hegemónica es creciente desde el fin de la Guerra Fría, es que la gente cultivada en todo el mundo coincide en cómo ha de organizarse la sociedad planetaria. Se trata de un ideario impulsado sobre todo por el movimiento de derechos humanos, y se ha filtrado en las instituciones internacionales, sobre todo en el sistema de las Naciones Unidas. Se hubiera podido considerar que el ascenso de China per se habría acabado con semejantes fantasías milenaristas. Por ahora, con todo, no ha sido así. Y, sin embargo, es la persistencia de la ideología lo que permite explicar por qué, a pesar de que la calidad de casi todo el debate que ha engendrado la crisis alimentaria es como un «juego de suma cero», gente inteligente puede discrepar tan amplia y apasionadamente tanto de las causas del incremento de los precios en 2007 y 2008, y de cómo, en su estela, el sistema alimentario mundial puede ser reformado con éxito o incluso casi refundado del todo a fin de que, aunque persista el hambre, pueda por fin empezar a disminuir la cantidad de gente hambrienta.

Foto: Shutterstock

Si no podemos acordar cómo se han de ordenar las sociedades, es improbable que podamos acordar cómo se puede paliar la pobreza y que cientos de millones de pobres puedan disfrutar al menos en alguna medida de lo que los expertos en desarrollo llaman seguridad alimentaria. ¿Es el capitalismo la respuesta o la raíz del problema? ¿Es posible una transformación nutricional sin una transformación política? ¿Son los desafíos del sistema alimentario mundial análogos a un problema de ingeniería cuya solución cabe esperar todo de la innovación técnica, la científica, y por supuesto con dinero, acompañado de algunos montones de «buen gobierno» y «transparencia» (por usar dos términos que «por defecto» prefiere la mayoría, para los que el concepto de ideología es un atavismo intelectual que tenaz e incomprensiblemente se niega a apuntarse al consenso humanitario mundial que reivindica para sí el capitalismo democrático)? ¿O es una mayor justicia social lo que más importa, y con ello la necesidad de dejar de pensar en el alimento como otra materia prima y empezar a concebirlo como un derecho humano?

“¿Por fin un mundo mejor a nuestro alcance?” es el primer capítulo de El oprobio del hambre: Alimentos, justicia y dinero en el siglo XXIlibro en el que David Rieff revisa con ojo crítico a los organismos internacionales, fundaciones y ONG que aspiran a acabar con el hambre en el mundo.

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David Rieff (Boston, 1952), licenciado en Historia por la Universidad de Princeton, es analista político, periodista y crítico cultural estadounidense. Sus artículos se han publicado en importantes medios como The New York TimesThe Washington PostThe Wall Street JournalLe MondeThe Atlantic MonthlyForeign Affairs o El Pais. Es hijo de Susan Sontag y autor de Una cama para una noche (Taurus, 2003), Crímenes de guerra (Debate, 2007), Un mar de muerte (Debate, 2008), A punta de pistola (Debate, 2011), Contra la memoria (Debate, 2012) y El oprobio del hambre (Taurus, 2016).

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