Por José Ignacio Lanzagorta García

Que la casa de Alfredo del Mazo cuesta seis veces más de lo que declaró. Que la PGR no podía sostener el caso contra Javier Duarte en su primer audiencia en México y ya le suspendieron un par de órdenes de aprehensión. Y eso es apenas parte lo de esta semana. La semana pasada, sólo por escoger el caso más potente, hablábamos del socavón: que la Secretaría de Comunicaciones y Transportes estaba debidamente notificada de los problemas de la zona, que el secretario Gerardo Ruiz Esparza es incapaz de renunciar. La semana ante pasada hablábamos de cómo desde el mismo Senado y el diario El Universal buscaban dinamitar el Sistema Nacional Anticorrupción. La semana anterior hablábamos del espionaje a periodistas y defensores de derechos humanos a través de un software propiedad del gobierno. La semana anterior estábamos viendo los cochineros de las elecciones de Coahuila y del Estado de México y que, bueno, seguimos en eso. La semana anterior…

Sí. Así nos podemos ir, semana por semana, por años. Esto es literal. Años. La memoria es tramposa para todo, pero -y esto es un lugar común- lo es más para recordar “nuestra propia historia”. Sólo nos quedan las heridas más grandes. Las que el dolor o su incomodidad nos impiden ver como gran cosa que funcionarios que no cumplen los requisitos legales sean nombrados en cargos, nepotismos aquí y allá, abusos de poder, peculado. Se nos olvida. Lo “perdonamos”. No nos da la vida. Nos quedan en la memoria los 43, nos queda Tlatlaya, nos quedan los conflictos de interés del Presidente y sus contratistas, nos queda que el equipo de periodistas que hicieron esta investigación perdieron su trabajo por ello, nos queda el recuerdo de esa visita del entonces candidato Trump, nos quedan ex gobernadores prófugos, protegidos o de los que no tenemos la certeza que enfrentarán propiamente la justicia.

Y todo esto con una prensa bastante controlada. Es increíble que, con la mayoría de los periódicos de circulación nacional puestos de tapete, con las tres cadenas de televisión a modo salvo pequeñas válvulas de escape, tengamos nuestro menú semanal de escándalos impunidad y corrupción. Si el gobierno federal ha pagado la complicidad, silencio y mentira de tantos medios, sin duda ha sido el gasto más ineficiente de la historia. Lo bueno se contó, pero al final no contó mucho. O quién sabe, tal vez sí fue eficiente: porque a pesar de todo lo que sí sabemos, a pesar de la impopularidad de la administración, a pesar del descrédito de virtualmente todas las instituciones mexicanas, sólo estamos esperando la siguiente elección. Es decir, no tenemos más. El castigo electoral parece haberse convertido en la única fantasía de justicia. Y después de todo, no tenemos la certeza siquiera de que no esté, también, controlada.

Los optimistas nos piden, de hecho, más memoria: olvidarnos de este pasado reciente donde nuestros escándalos ocurren, de hecho, en un marco de mayor vigilancia, de mayor publicidad, de mayores consecuencias. Nuestras tragedias pueden ser gritadas en las calles con una libertad que no tuvieron las generaciones de arriba. Las instituciones mexicanas hoy nos ofrecen contrapesos, autonomías y fortalezas que antes no tenían. La economía no es particularmente dinámica, pero al menos no zozobra como ocurrió a lo largo de toda la infancia y adolescencia de muchos de nosotros. Los optimistas nos piden, también, comparaciones con las fragilidades, ingobernabilidades y violencias de otros lados. Sólo me preocupa si esta intolerancia a la queja nos trae, más que perspectiva, una tolerancia al deterioro, nos trae despolitización y desmovilización. Al final, el optimismo, más que de los memoriosos, es una herramienta de los acomodados. Para ellos, el progreso es una inevitable carretera ascendente que se anda en piloto automático. Lo único que varía es la velocidad.

Pero el signo de los tiempos nos dice otra cosa: el progreso no existe, las instituciones son personas y éstas son corruptibles. Los corruptos no consiguen castigo, luego entonces las instituciones se desmoronan, se desvirtúan, operan en contra de los fines para los que fueron diseñadas. El optimismo exige una simulación. Y aquí estamos, simulando una democracia.

Tal vez por eso nos acostumbramos ya a una rutina de escándalos semanales. El gobierno federal y muchos de los estatales también. A lo mejor ahí, en la simulación, en la costumbre, en una fastidiada expectativa de impunidad está la cultura de la corrupción de la que hablaba el Presidente hace un par de años. El pasmo nos recorre, pues esperamos la siguiente elección. A lo mejor la siguiente administración es más corrupta. A lo mejor no. A lo mejor logramos vigilar mejor a la siguiente administración. A lo mejor ésta aprende a cooptar los logros. Mientras tanto, esperemos el siguiente escándalo. A ver cuál sí logra superar el simulacro. O será que necesitaremos una droga más dura.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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