Por José Ignacio Lanzagorta García

Coberturas irrelevantes de eventos oficiales irrelevantes. Encabezados complacientes. Trascendidos laudatorios. Cuando se asoma alguna nota incómoda, en algunas horas ya fue bajada del sitio. Equipos enteros de buenos e inactivos periodistas sólo están a la espera de boletines qué publicar sin más. Otros equipos, de plano, ya ni siquiera asignan personal y recursos suficientes a la investigación periodística. No es sólo un periódico, no es sólo un canal de televisión, no es sólo una estación de radio, no es sólo un portal de noticias… son muchos. Tantos como el obsceno gasto del gobierno en publicidad oficial permite. En el caso de los medios tradicionales son la mayoría los que dependen de esta llave o de otros favores que el gobierno pueda otorgar a los otros negocios de sus dueños.

La censura y la línea operan con suavidad. No es siempre necesaria la llamada desde Los Pinos para regular contenidos, sino que los propios directivos y editores ya lo saben. Algunos lo hacen con resignación, otros con cinismo, otros de plano aprendieron a ajustar su conciencia al deber ser y defensa de una oficialidad incuestionada. Una industria paralizada, inútil y pelele a base de emplear miles de millones de pesos de dinero público. Este desastre literalmente lo estamos pagando.

Y de vez en cuando, a esta suave censura la amenaza de abrir y cerrar la llave de las arcas públicas no basta: hay que dar alguno que otro manotazo. Hoy, después de 18 años de trayectoria en Núcleo Radio Mil, Leonardo Curzio, quien además de ser el director de noticieros, conducía su exitoso noticiero matutino, dejó la emisora. Los motivos no fueron oscuros: le pidieron cesara a Ricardo Raphael y a María Amparo Casar, colaboradores de la emisión que lo acompañaban por segmentos para hacer comentarios de opinión sobre la coyuntura política. Son éstas las voces que la emisora, de pronto, quiso callar. No sobra recordar que Casar es presidenta ejecutiva de Mexicanos Contra la Corrupción e Impunidad, organización que ha sido ya asediada e intimidada por el gobierno federal y que recientemente destapó un escándalo de estafas de miles de millones de pesos orquestadas por varias dependencias federales y universidades públicas. Antes que hacerles caso, Curzio decidió renunciar.

Dejar un trabajo no es sencillo. Cientos de periodistas, reporteros, fotógrafos, camarógrafos, redactores y editores, están actualmente atrapados en este modelo de mediocridad y censura. El costo de denunciar y resistir la censura es el desempleo y el desprestigio. Se le suele llamar “ecosistema” a las relaciones y formas de funcionamiento de los medios. La metáfora es pertinente incluso para analizar las relaciones simbióticas de quienes ahí están y trabajan, de quienes “persiguen la chuleta” a través de este modelo de periodismo pervertido por el gasto oficial. Con esa luz es con la que conviene mirar la valiente renuncia de Curzio, a quien su trayectoria lo colocó en el punto privilegiado en el que la denuncia podría traerle más prestigio que ruina. Eligió la crisis a la comodidad; la confrontación a la complicidad; la incertidumbre al sueldo mensual. No es el caso de tantos que, en estos oscuros años del periodismo, han estado en su misma posición. En este ecosistema de medios, la mayoría de quienes están ahí son víctimas pero entre ellos hay quienes de pronto obtienen el privilegio de no serlo, con la disyuntiva de asumir la responsabilidad de denunciar o de ser corresponsables de este desastre. Curzio se contó entre los primeros y, sólo por eso, le debemos un gran reconocimiento.

En 2012 decenas de miles, no sólo estudiantes, salimos a marchar denunciando la construcción mediática de una candidatura oficial. Denunciamos una imposición amafiada entre las empresas de comunicación y los erarios públicos. Una reforma de telecomunicaciones después, vemos que si el modelo ha cambiado, no ha sido para “democratizarse”, sino solo para encarecer su control. A la renuncia de Curzio, el despido forzado de Carmen Aristegui y su equipo en su momento, del hostigamiento a medios y organizaciones que aún investigan y, sobre todo, de las decenas de periodistas asesinados, hay que sumar la tragedia de las fortunas que con impuestos estamos pagando para mantener esta podredumbre. Dinero que no ha sido ejercido en gasto social, en infraestructura, en seguridad, en nada. Dinero público que sólo ha servido para que no se diga, para que no se publique, para que no se cuestione, para que no se critique. Dinero que ha servido para ver las caras de los políticos en publirreportajes, en portadas de revistas que a nadie interesan.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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