Por Paloma Villagómez Ornelas

La solidaridad lleva semanas instalada en la discusión cotidiana. No es para menos. El tamaño y la intensidad de la movilización ciudadana generada por los temblores, que aún sacuden al país, nos han hecho sentir músculos que creíamos atrofiados o incluso inexistentes.

Con el paso del tiempo el sentido de urgencia ha cedido y, en su lugar, surge una necesidad muy interesante de entender qué nos pasó, por qué reaccionamos como lo hicimos y, en última instancia, quiénes somos, los individuos apáticos, ensimismados, o el pueblo hermanado y generoso. Quiénes somos “realmente”, nos preguntamos como quien examina frente al espejo el fondo de su propia mirada.

Si esta vez nos interesa sostener el ánimo y traducir lo alcanzado en algo duradero es importante pensar qué es la solidaridad y cómo la vivimos, cómo nos la repartimos, qué ganamos.

Foto: Luis Arango

Hay varias explicaciones sobre por qué somos solidarios, desde el cálculo puramente racional, hasta las reacciones cerebrales que generan descargas de oxitocina y nos producen felicidad y placer cuando somos generosos. En este espacio tendemos a lo sociológico, así que destaquemos las explicaciones que encuentran en la solidaridad uno de los mecanismos que responden a una pregunta clásica: ¿por qué y cómo seguimos juntos?.

La solidaridad, el intercambio, el trabajo diario y anónimo que hacemos para otros desde nuestra pequeña parcela, son formas de subsistir como comunidades, de seguir siendo juntos. No conocemos otra forma de estar en el mundo y, aunque lo dudemos, nos necesitamos. No somos solidarios porque seamos buenas personas; no es un gesto desinteresado. Apoyamos a otros, conocidos y desconocidos, para mantener un orden de las cosas, para verificar los lazos de reciprocidad, para constatar que alguien haría lo mismo por nosotros. La solidaridad es, por decirlo así, el trabajo de las sociedades y el pago es la correspondencia o, al menos, la promesa de reciprocidad.

En casos de excepción, como las catástrofes naturales, es esperable que este trabajo “hormiga” se intensifique, que emerja, que se haga visible. No hay razones para pensar que debe suspenderse y que el Estado (la mayúscula es mera distinción semántica) es el responsable exclusivo de la gestión del desastre. Es imposible e indeseable que un ente por definición limitado, con facultades y recursos necesariamente acotados, haga todo el trabajo. Incluso donde existe un Estado eficiente, la sociedad debe cumplir su trabajo solidario, engrandecido, organizado. Pagar impuestos, “barrer nuestra banqueta”, no nos exime de participar en los trabajos de la solidaridad cuando existen situaciones extraordinarias que los requieren.

Esto no quiere decir, en absoluto, que el Estado no tenga un papel que jugar en la solidaridad, Frente a estos eventos, los gobiernos tienen la obligación de liberar y distribuir recursos, participar junto con la sociedad civil y el mercado –¿hay alguien ahí?– en la organización de la solidaridad, generar condiciones de seguridad y confianza, y liberar tiempo social para que la ciudadanía se sume a las labores de apoyo.

Foto: Luis Arango

Nuestras experiencias difícilmente encajan en este esquema ideal. Esta vez, como la anterior, no imaginamos que nos sentiríamos juntos pero tan solos. No previmos que no sólo tendríamos que donar dinero, acopiar víveres, distribuirlos, meter el cuerpo, colaborar con los albergues, sino también conseguir recursos ridículamente especializados, depurar y difundir información, proteger lo recabado, resguardar viviendas a su vez resguardadas por la seguridad pública, descubrir corruptelas, desenmascarar funcionarios, reconstruir datos que la narrativa oficial no ha querido transparentar.

El Estado estuvo, sí, pero su presencia fue confusa, a ratos entorpecedora y permanentemente sospechosa. Parecía que estaba ahí sólo para dejar clara la magnitud de su repliegue o de su peligrosidad. El gobierno perdió tiempo y su ya escasa legitimidad pidiendo a la sociedad lonas, cobijas y taladros. Hoy nos enteramos que sugiere a los damnificados hacer tandas para su propia reconstrucción, mientras gasta recursos necesarísimos en promocionar logros discutibles y en anclar al imaginario social su propia narrativa de la solidaridad con la imagen de una perra.

Ante la simulación como estrategia de contención, la comunidad no parece dispuesta a bajar la guardia. Sucede, sin embargo, que eso que pensamos sólido y homogéneo ha empezado a mostrar sus fracturas. Aunque la vocación redistributiva del apoyo fue una preocupación legítima y evidente, es innegable que la desigualdad ha hecho mella en nuestra voluntad para solidarizarnos.

El sociólogo francés François Dubet, define la solidaridad como el apego al deseo de igualdad para todos, especialmente para aquellos que no conocemos. Vista así, la solidaridad es una condición de la igualdad, por lo que una solidaridad débil tiende a reforzar las desigualdades. Nuestra capacidad para sentir no sólo empatía, sino auténtica simpatía por quienes necesitan nuestro apoyo, pasa por reconocerlos como nuestros semejantes.

Frente a catástrofes naturales nos sentimos hermanados porque nos gusta creer que somos igualmente vulnerables. Sabemos que no es así, que no todos estamos equipados de la misma manera y que la propia desigualdad económica, social y espacial nos distribuye en zonas de mayor o menor riesgo. No hablamos sólo de vivir en un asentamiento irregular a punto del deslave, sino también de quedar atrapada en una fábrica con deficiencias estructurales no sólo arquitectónicas, sino también económicas, legales y morales.

No es lo mismo decir “aquí sigo” desde la Condesa o la Roma que no tener ni que anunciarlo desde Iztapalapa o Tláhuac, donde no hay más opción que vivir al borde de grietas gigantescas, sin el agua que de suyo nunca tienen. No es lo mismo decir “aquí sigo” siendo clase media o alta que defender el mismo derecho a permanecer en un espacio siendo indígena.

Y, por supuesto, no es lo mismo solidarizarse con quien sufre por causas de la naturaleza, que con quien pide auxilio para escapar de violencias, pobrezas, guerras, de su país, de su pareja, de sus patrones. Cualquier solicitud de ayuda por causas no naturales tiene que librar la sospecha de que se haya hecho algo para merecerlo. Ahí la escena democrática que nos tenía encantados se nos rompe, se escucha un scratch, un rayón en el canto de la solidaridad.

Foto: Shutterstock

Entonces, ¿somos o no somos solidarios? De nuevo, intuimos la respuesta: somos y no somos. La nuestra es la solidaridad de la sociedades no sólo diversas sino desiguales, la que tiende al semejante, con quien creemos compartir la probabilidad de estar en las mismas situaciones. Somos menos solidarios con quienes nos resultan extraños al punto de parecernos sospechosos, incluso de su propia desgracia. En esos casos resulta difícil imaginar escenarios de sufrimiento común y muchos menos de reciprocidad.

El llamado a construir una nueva normalidad ha sido constante. El reto aquí y ahora es apostar por una solidaridad que no sólo garantice nuestra continuidad como comunidades juntas pero fragmentadas, sino una que tienda a reparar las grietas que nos dividen.

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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.

Twitter: @MssFortune

Foto: Arena Pública

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