Por José Ignacio Lanzagorta García

“A disfrutar la ciudad”, reza la vieja consigna de quien en estas fechas no puede o no quiere alejarse de casa para pasar un tiempo de esparcimiento. Dicen que por fin tendrán la disponibilidad para gozar parte de la oferta turística o de esparcimiento que las ocupaciones cotidianas lo impiden o al menos lo contemplan como posibilidad luego de hartarse de tanta televisión y comida a domicilio. En la práctica, “quedarse a disfrutar la ciudad” suele ser más bien un reposo de las estresantes dinámicas de movilidad: sin saturación en el transporte, sin tráfico en las calles, sin tener que ir al super o hacer trámites en “horas picos”. Cocinar, escribir, leer, ver la televisión, ir al cine, superar la fatiga antes de volverse a sumergir en el monstruo de la rutina.

La cosa cambia para quien decide, un buen día, asomarse al centro histórico o cualquier otro punto considerado turístico. En el caso de la ciudad de México, un entramado de calles y edificios que hace 100 años soportaría alrededor de medio millón de personas que trabajaban y vivían ahí, ahora recibe diariamente a 2 millones de curiosos en busca de compras, diversión, fotos con las decenas de volumétricos con la marca ciudad, patinar en hielo y entrar a algún museo. Ríos de gente, filas para todo. La imagen idílica de ir al café o restaurante popular, tomar una mesa junto a la ventana y hundirse uno en sus pensamientos termina con la pregunta: “¿para cuántas personas sería? Mire, tenemos una lista de espera de media hora”. Uno lucha por adaptarse al gentío, fracasa y regresa a casa a una rutina de Netflix y helado.

Quienes no queremos “disfrutar la ciudad” y además tenemos el privilegio de usar el tiempo libre para explorar otros lados, entramos a ese oscuro escrutinio sobre nuestras decisiones turísticas. Todas reciben tanta atención, polarización, sanción y consejos, como una pareja de padres primerizos sobre sus decisiones de cuidados parentales. La forma más correcta de viajar es siempre la de uno. Los demás sólo repiten clichés, caen en trampas turísticas o, de plano, tienen mal gusto. Por lo pronto, hay tantas subcategorías (turismo cultural, “natural”, de aventura, de descanso) y formas mixtas entre ellas, que ninguna se salva de las competencias sobre quién toma las mejores decisiones.

Están los que sólo quieren huir de las aglomeraciones y aún así satisfacer la necesidad turística del descanso o del descubrimiento. Sin embargo, es recurrente la fantasía del Magallanes: aquél que logra darle la vuelta al gentío y encontrar los tesoros intocados, prístinos, sin posibilidad de encontrar un McDonalds en varios metros a la redonda. El placer de valorar lo que “nadie” valora; la satisfacción de tener acceso a lo que pocos lo tienen; el reto esminstagramear una ubicación con poquitititas fotos y aún así tener miles de likes. Operadores turísticos, revistas y algunos empresarios conocen bien este negocio y buscan construir esa paradoja de popularizar y anunciar lo desconocido. El mejor atributo que tiene el negocio, el monumento, el paisaje que quedó lejos de los flujos tradicionales es… ese y, para muchos, con eso basta para satisfacer sus instintos de homo turisticus.

En los paseos turísticos que guío por la ciudad de México desde hace ya algunos años constantemente recibo la petición de ir a un barrio “real”, de ir “a la otra parte” del centro histórico, de ver “lo que nadie conoce”, “off the track” me dicen cuando hablamos en inglés. Cuando se trata de visitantes nuevos o poco frecuentes al centro histórico, la petición me intriga el doble. No porque los circuitos habituales tengan que imponerse como una prioridad sobre los otros, sino por el descarte de la capacidad de asombrarse por lo que otros se han asombrado. Entiendo la idea de que un guía ofrece la posibilidad relativamente extraordinaria de acercarse a lo “desconocido” sin tener que invertir en una investigación por cuenta propia o una exploración que, por alguna razón, pudieran imaginarla riesgosa. Y, en cambio, los circuitos habituales se perciben como siempre disponibles. Aun así, queda la sensación de que la “catarsis” de José Clemente Orozco en el último piso de Bellas Artes es un bien consumido, gastado, e incapaz de conmover sólo a cuenta del exceso de selfies.

No tengo nada contra el turismo de descanso, pero para mí viajar es vincularse con otras historias. Historias antiguas, historias actuales. Historias que permitan conocer más del mundo, de cómo somos, de cómo entendemos diferentes cosas, conceptos, formas. Sólo conociendo estas historias es que podemos palpar los objetos que éstas dejaron y ése es el fetiche que me gusta fotografiar, ver, estar, saborear, platicar. En ese sentido, no importa si se está ante el monumento más instagrameado o el pueblo más sinchiste del país, si uno se desplazó miles de kilómetros o apenas unas decenas de metros de la puerta de la casa. Ahí donde haya gente, habrá un conjunto de historias sobre ellos y sus cosas. Mientras haya alguien o algo que te indique un relato, me queda a mí aprender a vincularme, a desmenuzarlo, a valorarlo y aprenderlo. Ése es el único testimonio y consejo que puedo añadir a los cánones normativos del turismo. A quienes tienen el privilegio de descansar y pasear estos días, que lo disfruten.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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