Por Paloma Villagómez

La semana pasada fueron presentadas las estimaciones de la pobreza de México para el año 2016. Más allá de la controversia que rodea los resultados de este ejercicio, la medición arroja información relevante sobre la evolución de cada una de las dimensiones que, de acuerdo con la metodología oficial de medición diseñada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), son espacios fundamentales para el desarrollo de las personas*.

Estas dimensiones son, además del ingreso, la educación, el acceso a servicios de salud, a la seguridad social, las condiciones materiales y de servicios básicos en las viviendas y el acceso a la alimentación, dimensión de la que nos ocuparemos aquí muy brevemente.

La metodología para la medición de la pobreza aborda el acceso a los alimentos desde el enfoque de la seguridad alimentaria. El Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) define a este concepto como una situación en la que “todas las personas, en todo momento, tienen acceso físico y económico a alimentos suficientes, seguros, nutritivos, que le permitan llevar una vida sana y activa”. Esta definición retoma aspectos esenciales del derecho a la alimentación, el cual implica no sólo no padecer hambre, sino satisfacer esta necesidad de un modo que sea estable, asequible, sostenible y social y culturalmente aceptable.

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Medir la existencia de todas estas condiciones simultáneas no es sencillo. Se han diseñado muchas metodologías para evaluar su cumplimiento tanto a nivel de país como de hogares e individuos. La metodología de medición de pobreza de México se aproxima a la evaluación del acceso a la alimentación a través de la Escala Mexicana de Seguridad Alimentaria (EMSA)**, un instrumento que identifica niveles de inseguridad alimentaria por medio de una serie de preguntas que exploran situaciones en las que, por falta de dinero, las familias hubiesen tenido que disminuir la cantidad de alimentos consumidos, alterar su calidad, restringir su variedad, hacer menos comidas al día o que, incluso, hayan llegado a sentir hambre.

Así, la EMSA permite identificar situaciones en las que las familias no tuvieron acceso estable a alimentos variados, suficientes y nutritivos, por razones fundamentalmente económicas. Con esta información, se identifican niveles leves, moderados y severos de inseguridad alimentaria; los últimos dos se incorporan a la medición de la pobreza en un indicador que se conoce como carencia de acceso a la alimentación (CAA)***.

Como sabemos, la tendencia histórica de la medición de la pobreza se vio afectada recientemente por un entuerto metodológico en la captación del ingreso que impidió la comparabilidad de los datos. Debido a ello, la pobreza se midió de 2010 a 2014 y se estimó en 2016. La carencia de acceso a los alimentos, en cambio, se midió como ya se venía haciendo.

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Si bien la tendencia general apunta hacia la reducción de esta privación, en México una de cada cinco personas enfrenta dificultades cotidianas para consumir una dieta que pueda considerare adecuada. En un país con más de 120 millones de habitantes, con un problema severo de sobrepeso y obesidad y con cerca de la mitad de la población en pobreza, éste no es un problema menor, en absoluto.

El panorama hacia el interior del país es, además, muy desigual. Los estados con mayores niveles históricos de pobreza presentan los porcentajes más altos de carencia en el acceso a alimentos, como Oaxaca (31.45) o Guerrero (27.8%), aunque el mayor porcentaje corresponde a Tabasco (45.3%). En contraste, las entidades con mayores niveles de desarrollo muestran porcentajes menores de privación alimentaria, como la Ciudad de México (11.5%), Querétaro (13.4%) o Nuevo León (14.4%)****.

Resulta significativo, sin embargo, que sean justamente las entidades históricamente empobrecidas las que más lograron reducir esta carencia, como Guerrero (¡10.6 puntos porcentuales menos!), Michoacán (8.7pp), Chiapas (8.1pp) o Veracruz (7.8pp), mientras que Campeche, Yucatán, Tabasco y Nuevo León mostraron ligeros incrementos (1.3, 0.9, 0.3, 0.2 puntos porcentuales, respectivamente). En la Ciudad de México, por cierto, aunque los niveles de carencia son bajos, el porcentaje de población en seguridad alimentaria cayó de 76.9 a 74.2% en el último par de años.

A nivel nacional, una buena parte de la disminución de la carencia se debe al descenso de la inseguridad alimentaria entre la población indígena y la que reside en entornos rurales; es decir, grupos que se concentran de manera importante en las entidades que mostraron mayores reducciones del indicador. Aunque la población indígena y rural aún muestra niveles muy superiores a los de sus contrapartes urbanas y no indígenas –un signo de severa desigualdad social-, parece haber tenido un mejor desempeño en los últimos dos años.

Los datos son, sin duda, interesantes y provocativos. Sabemos que el poder adquisitivo del ingreso laboral reportó cierta mejoría en el último año, sobre todo en el ámbito rural, pero también sabemos que el levantamiento de la encuesta en 2016 coincidió con un periodo de alza constante de la inflación y, con ella, del precio de alimentos básicos. Es posible que ambos efectos se hayan contrarrestado mutuamente, manteniendo a la carencia, digamos, a raya.

Sin embargo, la espectacular reducción del indicador en entidades como Guerrero, Chiapas o incluso Veracruz –donde la pobreza parece haber aumentado- no dejan de ser llamativos. ¿Funcionó extraordinariamente bien la Cruzada contra el Hambre en estas entidades? La evidencia aportada por las evaluaciones sugeriría que no. ¿Se instrumentaron acciones locales adicionales? Valdría la pena conocerlas y replicar su extraordinaria eficacia. De cualquier modo, habría que profundizar en estos casos.

Foto: Spencer Platt/Getty Images

No contar con suficientes recursos para comer de un modo que nos parezca digno y que nos mantenga no sólo vivos sino sanos y satisfechos, es una de las formas más ominosas de la pobreza. Sentir hambre, vivir el hambre de los hijos, es una experiencia que deja huellas físicas y emocionales profundas que acompañan a quienes la padecen toda la vida.

Sin embargo, las deficiencias alimentarias no son productos exclusivos de la responsabilidad individual. Garantizar el acceso físico y económico a alimentos adecuados es un deber del Estado, no de los mercados o de la voluntad personal. Sencillamente, esta tarea no puede abandonarse a especulaciones económicas y mucho menos dejarse a merced de intereses partidistas.

Afortunadamente, hoy contamos con mucha información para monitorear el estado del acceso a alimentos en los hogares. Hay que conocerla, utilizarla y permanecer vigilantes.

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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.

Twitter: @MssFortune

La metodología oficial para la medición multidimensional de la pobreza puede verse aquí.

** Esta escala es una adaptación de la Escala Latinoamericana y Caribeña de Seguridad Alimentaria (ELCSA) al contexto nacional.

*** La metodología para la medición de la inseguridad alimentaria y la carencia de acceso a la alimentación puede consultarse aquí.

**** Toda esta información se encuentra en el Anexo Estadístico de la medición de la pobreza, elaborada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL).

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