Por José Ignacio Lanzagorta García

Falta que la apruebe el Senado y, en caso de que sí, la reforma a la Ley General de Salud que habilita la objeción de conciencia por parte del personal médico, tendría que librar –muy seguramente– la acción de inconstitucionalidad que promuevan los partidos detractores. Mientras tanto, una de las iniciativas insignia –que incluyen, por ejemplo, calificar como pornográfica la educación sexual básica– del pequeño partido confesional, Encuentro Social, consiguió en la Cámara de Diputados el esperado respaldo del PAN, pero también del PRI y su apéndice el PVEM y sorprendentemente también de una fracción del partido Movimiento Ciudadano. Así, avanza en México una agenda evangélica.

La adición de un artículo 10bis a esta ley, como está redactado, significa que, salvo en un caso de vida o muerte, cualquier miembro del personal médico del sistema nacional de salud podrá negarse a aplicar a cualquier paciente algún tratamiento o procedimiento regular y regulado con el que no esté de acuerdo por cuestiones morales o religiosas. Además, tendrá que garantizar que el o la paciente reciba el tratamiento por personal que sí esté dispuesto a hacerlo. No suena mal. Desde el punto de vista del médico objetor, suena hasta como un derecho muy razonable. Si en su muy personal cosmovisión, por ejemplo, las quimioterapias le parecen una abominación pecaminosa, puede salir a fumarse un cigarro mientras algún otro residente las aplica. ¿Por qué no?  Todos felices. ¡Es la libertad!

Y, sin embargo, no, no es tan bueno como suena. La libertad de los objetores ya estaba garantizada en el momento en el que podrían no participar del sistema nacional de salud e incorporarse a alguna institución privada que se ajuste a sus creencias, una que no oferte los servicios y tratamientos que hieren su fe. Ese derecho es suyo, como es de todos. En cambio, en el sector público, aquel que financiamos con el dinero público, que se rige por los principios y acuerdos sobre lo que entendemos como lo público, el acuerdo es servir a ello. No le damos libertad de “objeción de conciencia” a los funcionarios de desempeñar o no las tareas para las que su cargo público fue diseñado. Siempre queda la puerta abierta constitucionalmente para dejar lo público y salir a forjarse otro destino.

No es, por supuesto, gratuito ni extraño que sea en el campo de la salud donde se busque habilitar la objeción de conciencia. Se trata de uno en el que las diferencias confesionales emergen de manera más apasionada, donde valores –fundamentados en lo religioso o no– más fácilmente pueden enfrentarse. En reconocimiento a esto mismo, contamos con organismos públicos como la Comisión Nacional de Bioética que justamente tienen la función de aproximarse y orientar las deliberaciones en estas materias. Alcanzar consensos, como en tantos aspectos de la democracia, no es ni siquiera la meta, como sí lo es conducir de la mejor forma nuestra pluralidad, nuestro disenso.

¿En qué escenarios piensa Encuentro Social al promover esta iniciativa? En aquellos donde típicamente hay resistencias confesionales: donación de órganos, transfusiones de sangre, tratamientos genéticos, algunos aspectos y prácticas de la investigación médica, eutanasia, aborto, tratamientos a pacientes con enfermedades de transmisión sexual y otros aspectos de la salud reproductiva como la aplicación de algunos métodos anticonceptivos. Algunas prácticas relacionadas con los anteriores cuentan con regulaciones a nivel nacional, otros sólo están permitidos a nivel local, como es el caso de la interrupción legal del embarazo en la Ciudad de México que, dicho sea de paso, también cuenta con un artículo en su Ley de Salud que autoriza la objeción de conciencia a médicos que encuentren inaceptable aplicar este tratamiento particular.

Algunos encontrarán irrelevante el dictamen de Encuentro Social. Si algunos de los tratamientos y prácticas más polémicas ni siquiera son legales en todo el país y, donde lo son, ya existe la objeción de conciencia para aplicarlos; si se garantiza que un tratamiento o práctica que sí esté regulada será igualmente aplicada al paciente que lo necesite o solicite; si no aplica en casos de emergencia, ¿cuál es el problema?

El problema es el debilitamiento de lo público y, por tanto, la vulneración de vidas que habíamos acordado proteger desde ahí. Este debilitamiento se presenta por muchos frentes. Habilitar la objeción de conciencia en este ámbito fomenta otras prácticas discriminatorias que, desde lo público, queremos erradicar; fomenta una participación pública de lo habíamos determinado como privado –las creencias religiosas– y, desde ahí, se vulnera la dignidad de las personas que no se ajustan a ellas. Esta participación de lo privado legitima sanciones morales que habíamos acordado no tendrían cabida. Estamos hablando de continuar con la estigmatización, vulneración y precarización de mujeres, de homosexuales, de enfermos terminales y de tantos casos que ni siquiera alcanzan para imaginar. Estamos hablando de que lo que el PES y sus aliados nos presentan como la puesta en vigor de un “derecho humano”, mismo que ya está garantizado debidamente por las leyes mexicanas, es, en realidad, la vulneración de los derechos de otros.

Que no pase en el Senado.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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