Por Guillermo Núñez Jáuregui

El pasado 9 de julio la New York Magazine publicó un texto espeluznante sobre el cambio climático y sus próximos efectos secundarios. Al margen del tono de pesimismo racional que bien pudo haber cabido en Diez mil millones (2013) de Stephen Emmott quiero llamar la atención a las imágenes con las que se decidió ilustrar el texto. Son fotografías de piezas de la serie Modern Fossils (2009- ) del estudio Heartless Machine, dirigido por Christopher Locke. La serie, en general, muestra supuestos fósiles de artefactos que recientemente se volvieron obsoletos (de GameBoys a iPods), pero las tres imágenes que ilustran el texto de David Wallace-Wells (el fósil de una mano esquelética que sostiene una botella de plástico; el fósil de un cráneo con lentes para sol; el fósil de una unidad de aire acondicionado) optan por una senda que comenta menos la obsolescencia de la tecnología y atina, en cambio, a dar la impresión de que en efecto vivimos en el Antropoceno, una era definida por el impacto de los seres humanos en el planeta, y que no puede durar demasiado en la historia del Universo.

Foto: nymag.com

Cada vez es más recurrente que artistas contemporáneos dirijan su imaginación a los restos futuros de nuestras civilización y barbarie. Aunque a menudo opta por brindarle una dimensión mítica a su trabajo, creo que viene a cuento recordar el trabajo del argentino Adrián Villar Rojas (cuya obra “existe en una dimensión de ensueño en la que el hombre se enfrenta a su propia obsolescencia e inminente extinción”, como explican en la galería mexicana que lo representa, Kurimanzutto). No en vano Villar Rojas recupera algunos elementos de la ciencia ficción (en la que conviven tanto el impulso utópico como las pesadillas distópicas o apocalípticas), pues se trata del género narrativo que ha expresado, tradicionalmente, esa dislocación temporal permitida por la imaginación.

Por supuesto, no es necesario que estos ejercicios imaginativos se dirijan al futuro, pues las promesas de la modernidad y el progreso ya se han probado como ineficientes a lo largo de la historia. Es algo que han visto bien otros artistas latinoamericanos, como la dupla artística de Sangree, conformada por los mexicanos René Godínez y Carlos Lara, quienes no han dejado de llamar la atención tanto a las fantasías apocalípticas contemporáneas (como en 2012) o a la obsesión de la modernidad mexicana por nuestro pasado prehispánico (especialmente en su monumentalidad nacionalista).

Foto: kurimanzutto.com

Desde el pasado mes de junio (y hasta el 2 de octubre) puede verse en el Museo Amparo de Puebla la exposición Tipología del estorbo de Eduardo Abaroa, curada por Daniel Garza Usabiaga, donde se muestra una versión extendida de la exposición Destrucción total del Museo de Antropología, que se vio primero a principios de 2012 en la galería Kurimanzutto. Aunque entonces se enmarcó en prácticas de crítica institucional creo que ahora es claro que también puede encajar en esta constelación de obras que no sólo critican los fracasos de la modernidad (con ahínco en la mexicana) sino que dislocan las distintas temporalidades de lo que alcanzamos a imaginar, con el límite claro de la catástrofe futura. Llama la atención que al año siguiente de la primera versión de esta exposición de Abaroa, Héctor Toledano publicara la novela La casa de K, que tiene lugar en una futura y, si cabe más, distópica Ciudad de México (con ecos a Blade Runner), sino que en la novela el Museo de Antropología ya se encuentra en ruinas.

Es inquietante que no sólo en el cine espectacular la catástrofe o el apocalipsis material se definan como los límites de nuestra imaginación. Si el arte sigue siendo un reloj que se adelanta, me temo que este lenguaje compartido sólo expresa una especie de afasia cultural: ¿qué podemos esperar del futuro? Silenciosos fósiles, polvo y muerte.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

Imagen principal: heartlessmachine.com

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