Por Mariana Pedroza

Existe la creencia de que los libros de autoayuda están escritos para señoras que quieren sentirse bien consigo mismas, niños gordos, adolescentes tristes o emprendedores ingenuos e inseguros que necesitan palabras de aliento para hacer dinero fácil. Es decir, se cree que la autoayuda no es “seria” y conozco a más de un intelectual que sentiría vergüenza si lo encontraran leyendo un libro de este género en el metro.

La industria editorial tiene su participación en ese prejuicio, pues sabe que es un género que vende y, por lo mismo, no le preocupa tanto el contenido como su potencial comercial, incentivado a veces sólo por un título rimbombante o una portada con la cara de un famoso. Como consecuencia, los libros de autoayuda son en un gran número de casos meras «caricias para el alma» –lo digo en el peor de los sentidos–, reflexiones fáciles para personas que quieren soluciones sin hacer un trabajo de por medio, sin acudir a un psicoterapeuta o atender de fondo los temas que le aquejan.

Quizá esa sea la razón por la que me gusta encontrarme con libros que refuten esa creencia; libros que, ya sea por el autor o por la época en la que se escribieron, muchas veces no entran siquiera en la mencionada clasificación, aunque compartan sus principios. La ética a Nicómaco de Aristóteles, por ejemplo, considerada uno de los primeros tratados de ética de la filosofía occidental –estamos hablando del siglo IV a. C.–, no es sino una guía para vivir mejor en donde Aristóteles intenta contestar a la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez: ¿qué tenemos que hacer para ser felices? De hecho, Nicómaco era el hijo de Aristóteles; es decir, el libro es ante todo un libro de consejos paternales.

Otro ejemplo es La conquista de la felicidad, escrito en 1930 por Bertrand Russell, matemático, filósofo y ganador del Premio Nobel de Literatura. ¿Por qué alguien con su perfil tendría interés en escribir algo así? Sencillo: porque él, como todos, habitaba en este mundo y tenía que lidiar con relaciones interpersonales, anhelos y vida cotidiana. En otras palabras, si Russell consideró relevante escribir un libro de esta índole es porque la así llamada autoayuda tiene como sostén la experiencia humana, aquella de la que nadie se escapa.

Lo que es cierto es que hay preguntas que rebasan cualquier género literario. ¿Por qué nos autosaboteamos? ¿Cómo vencemos nuestros miedos? ¿Por qué nos duelen tanto las separaciones? Albert Camus, existencialista francés, afirma en El mito de Sísifo que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio; es decir, juzgar si la vida vale o no vale la pena ser vivida. Si no vale la pena, ¿por qué entonces no nos hemos suicidado todavía? ¿Cómo lidiamos con el vacío, con el absurdo y qué ganancia encontramos en vivir?

Hay preguntas que no tienen una respuesta definitiva y es lo que permite al pensamiento seguir avanzando y tomando nuevas formas dependiendo de la cultura, del momento histórico y de la singularidad de quien pregunta. Quizá ese sea el error de muchos libros de autoayuda: que se precipitan a contestar las preguntas como si fueran recetas de cocina y los problemas pudieran disolverse siguiendo sólo un par de tips.

No obstante, en un mundo como el nuestro, en el que el consumo de antidepresivos y ansiolíticos ha incrementado de forma sustancial en los últimos años y la depresión comienza a considerarse una pandemia, reflexionar sobre estos temas no sólo es necesario, sino también urgente. Es aquí cuando la autoayuda toma un lugar central, pues es una invitación a tomar una actitud filosófica frente a la vida y regresar a las preguntas fundamentales sobre el dolor, la felicidad, el manejo de la frustración y el sentido de la existencia.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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