Por Mariana Pedroza

En Los otros cuentos. Relatos del Subcomandante Insurgente Marcos se cuenta la historia de que el mundo fue creado por varios dioses, unos de ellos muy bailadores, que por andar en la fiesta dejaron cosas pendientes, cosas que hicieron mal. Una de ellas fue que no hicieron a todos los hombres de buen corazón. Cuando se dieron cuenta de esta injusticia, quisieron ayudar a los hombres y mujeres de maíz, aquellos que sí tenían el corazón en su lugar y, para hacerlo, les quitaron una palabra: les quitaron el «yo». En muchos pueblos indígenas, como en los de raíces mayas —dice el relato—, la palabra «yo» no existe. En su lugar se usa el «nosotros», que en la lengua maya es el «tic», como el tic-tac del reloj que no se detiene.

Una palabra. Basta alterar, suprimir o resignificar una sola palabra para abrir un nuevo horizonte de posibilidades. Sin «yo», el sentido comunitario reemerge y con ello, la fuerza de la colectividad, aquella en la que se sustenta el movimiento zapatista, dentro de otros movimientos revolucionarios.

Foto: Susana Gonzalez/Newsmakers/ Getty Images

No son pocos los colectivos que han buscado reapropiarse de términos o símbolos que se usaron anteriormente para discriminarlos. En el idioma inglés lo vemos con la palabra «nigger» que algunos negros emplean, quitándole así su carácter de insulto; en español se ha hecho con «puta», por ejemplo, como en la Marcha de las putas que tuvo lugar hace unos años en la que se buscaba denunciar la violencia de género que culpabilizaba a la víctima de la violación sexual, y en el mundo homosexual hay grupos que se denominan a sí mismos «maricones» o «jotos», negando con ello su carga peyorativa.

Podría parecer mera exquisitez del lenguaje, como quien se burla de esta tendencia en redes de usar palabras con género neutral como «todes» o «todxs», pero, si consideramos que las palabras dan o quitan poder, abren o cierran mundos, entonces no es inocua la forma en la que las utilizamos. ¿Por qué hay quien protesta, por ejemplo, porque la palabra «presidenta» se utilice en femenino —una aberración gramatical porque «presidente» es quien preside, como «inteligente» es quien intelige, sin género mediante—, pero a nadie le salta la palabra «sirvienta»?

Hace unos años Paul Thibodeau y Lera Boroditsky, psicólogos de la Universidad de Stanford, hicieron un estudio  para determinar si las metáforas podían incidir en nuestra forma de percibir el mundo. Para ello, se les dio a la mitad de los voluntarios un texto en el que se hacía referencia al crimen como una bestia y, a la otra mitad, como un virus. Cuando se les preguntó sobre qué medidas deberían tomarse, el grupo expuesto a la versión del crimen-monstruo tendió a sugerir penas duras (en un 75%), mientras que a los que se les pintó el crimen como un virus, optaron por sugerir reformas sociales (en un 56%).  Las palabras con las que simbolizamos al mundo —porque nombrar es simbolizar— moldean nuestro interpretación de él.

En la película The Giver (2014) aparece también una intuición de esto que creo que merece mención. En un mundo presuntamente perfecto, en el que se han erradicado las diferencias y las emociones con el fin de vivir en armonía, la precisión del lenguaje es una de las medidas para mantener el orden. Sólo están permitidas las palabras con un significado mesurable, lo que deja afuera cualquier emoción. Por eso, cuando el protagonista Jonas —que representa al despierto de la comunidad— le pregunta a su padre si lo ama, éste lo reprende por su vaguedad y sugiere reformular la pregunta a «¿Disfrutas de mi presencia?» o «¿Te enorgullecen mis logros?», expresiones reducidas del amor, un amor que en tanto domesticado ya no amenaza pero tampoco compromete.

 

La resistencia política ocurre desde muchos frentes y uno de ellos es el lingüístico. Es crucial identificar las palabras con las que permitimos que el otro nos desvalorice, como puede ser «gordo» o «puto» —términos que condenan más por su carga sociocultural que por su definición—,  así como saber qué palabras usamos y por qué usamos ésas y no otras. En la comunidad en la que yo me desenvuelvo, por ejemplo, el «te amo» es de uso común, y si bien desde afuera puede parecer que lo malbaratamos, en realidad estamos haciendo lo contrario: que el amor entre pares, sin romance mediante, vuelva a ser una posibilidad.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

Imagen principal: Shutterstock

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