Por Guillermo Núñez Jáuregui

La nota personal ataca de nuevo: pensaba entregar este texto a mediados del mes pasado pero entonces ocurrió el sismo del 19 de septiembre y me pareció un poco fuera de lugar. Y es que pensaba que este texto sólo iba a ser sobre un par de libros (uno de Theodor Adorno, otro de Michel Leiris) en los que se reúnen los sueños que ambos autores recopilaron durante varios años. Son libros interesantes, o al menos eso me parecía, porque reflejaban la historia oculta, psíquica, que va en paralelo a los grandes eventos históricos (los sueños del alemán y del francés fueron anotados en fechas de entreguerras, durante la Segunda Guerra y, finalmente, en años de posguerra). Pero ahora me parecen interesantes por partida doble. Obviamente, aún creo que hubiera sido completamente inapropiado hablar sobre la importancia del universo onírico cuando el peso de la realidad se nos había echado encima. Pero conforme han pasado los días y se han caído nuevas fachadas (como la de la respuesta de esa triste entelequia que supuestamente nos gobierna), ahora veo con nuevos ojos ambos libros.

La intuición que, en el caso de Adorno, habría de darle forma a su libro (Sueños, que se publicó de manera póstuma; en español lo publica Akal) es poderosa: en los sueños, especialmente en los insidiosos, se descubre una trama oculta que le da otro sentido a la realidad. ¿Una trama enigmática? No es la misma pregunta que opera en el caso de los sueños de Leiris (su libro, del que ya he escrito en otro lado, se titula Noches sin noches y algunos días sin día; fue publicado originalmente en 1961 y ahora lo distribuye, en nuestro país, Sexto Piso). Leiris parece darle la espalda deliberadamente a las lecturas freudianas o a la manera en que algunos grupos, como el surrealismo (que conoció bien), le otorgan a los sueños un peso capital. En cambio, en su nocturnario se recopilan como si fueran parte de la vida cotidiana. Y sí, ¿son otra cosa los sueños?

La de Leiris es una actitud no sólo menos programática que la de Adorno sino que va a contrapelo del mundo contemporáneo, cuando el sueño se entiende como completamente ajeno a nuestra realidad: una fantasía escapista, un tiempo muerto donde, para colmo, ni se trabaja ni se gana dinero. Una muestra de cómo la estrategia de Leiris no se acercaba a la de los surrealistas es la anécdota que recoge Walter Benjamin en “El surrealismo” (1929) a propósito del poeta Saint-Pol Roux, quien, antes de meterse a dormir, colgaba un pequeño cartelito donde podía leerse “Le poète travaille” o “El poeta está trabajando”…

Los sueños no son productivos. Si hay algo que se le parezca, en la industria del entretenimiento, se debe cobrar en taquilla. A pesar de la cultura que se respira en el régimen bajo el que vivimos, los sueños son parte de lo real. Además de dormir y soñar, de día fantaseamos. Pero como nos dimos cuenta el pasado septiembre, a veces lo real opera con la misma violencia e incoherencia con lo que pueden hacerlo algunas pesadillas. Una catástrofe como la que se vivió ese día no pudo consumirse inmediatamente, como si se tratara de un “infoproducto” cualquiera, diseñado específicamente para ese nuevo tipo de cliente que es el “consumidor de realidad” (la idea es de Luis Felipe Fabre). Resultó indigesto. La catástrofe también fue un poco más que la ocasión para que los Don Nadie levantaran la mano y opinaran (aunque no faltaron). ¿No fue abrumador? Tanto, insisto, como un mal sueño. Lo cierto es que la ocasión de enfrentarnos a momentos enigmáticos se puede dar con los ojos cerrados o abiertos. Dos preguntas de Wittgenstein para cerrar: ¿Por qué debería el sueño ser más misterioso que una mesa? ¿Por qué no deben ser ambas cosas igual de enigmáticas?

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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