Por Guillermo Núñez Jáuregui

Como si fuera alma en pena, arrastrando cadenas por el inframundo, hace unos momentos me encontraba en la calle, arrastrando los pies, enfrentándome al reto de pensar. Y es que la proverbial cuesta de enero también toma forma, para nosotros, los reptantes comentadores de la cultura, en la carestía de temas interesantes. Pero no. Más bien los temas sobran, así que uno se debate: ¿escribir sobre las elecciones, sobre Trump, sobre el fantasma nuclear?, ¿realmente se necesita comentar lo de la campaña supuestamente racista de alguna marca de ropa?, ¿vale la pena (¡siendo hombre, encima!) comentar el vínculo entre arte y moral (cosa que vendría a cuento ahora que el artículo de Claire Dederer –que apareció primero en la Paris Review– fue traducido, o que algunas artistas francesas se opongan al “nuevo puritianismo”)? En mi caminata meditabunda incluso se me cruzó la fachada más o menos derruida de un edificio en una calle de la Ciudad de México, que me recordó el sismo del pasado septiembre, que aún da de qué hablar. Pero, ¿para qué? Francamente, esa es la pregunta que muchos comentadores preferimos esquivar porque a menudo la única respuesta posible es que, una vez escrita la columnita, podremos cobrar.

De la maraña de conjuros malignos que le dan forma a los ciclos noticiosos y a las columnas de opinión es difícil rescatar lo que a uno realmente le interesa. Dar con ello implica un momento difícil, claro y reflexivo en el que nuestra vocecita mediocre (pero auténtica) abre su boquita para informarnos: es esto y no lo otro a lo que debes prestarle atención. Alegremente, descubrí ese llamado de atención en una mesa de saldos de una librería, donde encontré un título de Copi (1939-1987) que no tenía. Fue un descubrimiento agridulce: me recordó que no había podido asistir al homenaje luctuoso que se celebró en el Centro Horizontal el pasado diciembre (que, en rigor, fue apenas hace unas semanas pero, a la vez, ya ubicado en la nebulosa del año pasado); participaron, según recuerdo, Óscar David López, Luis Felipe Fabre y Víctor Santana. ¿Un título de Copi? Más bien la recopilación de las caricaturas que hizo para Le Nouvel Observateur, en las que presentó a su “famosa” mujer sentada (el libro, La mujer sentada, fue publicado por El cuenco de plata el pasado 2013; y, les digo, yo lo encontré en una mesa de saldos…).

Copi y la mujer sentada

Aunque la obra completa de Copi puede encontrarse diseminada (o no) en catálogos de distintas editoriales (como en el de Anagrama, por ejemplo; o en la mexicana Ediciones El Milagro), y aunque aún se le recuerda y lee bien, ¿no es cierto que también pervive la sensación de que no se le conoce tanto entre los lectores mexicanos? Y si eso es cierto, ¿qué importa? Algo ha de importar, pues tal vez sólo así se explique que me emocionara tanto por encontrar el libro (manchado de humedad y arrumbado, he de decir); sentí suerte, la suerte de que a nadie le guste Copi, o que no sea un éxito de ventas, o que sea un autor minoritario, un loco, o loca, una rara. La suerte de constatar que aún es posible encontrar espacios así, de espaldas al gran público. Me encantaría ser más exhaustivo, hablar con el peso de autoridad de un Daniel Link para explicar la relevancia enigmática de la mujer sentada (Link vincula a este personaje de Copi con creaciones de Proust y Apollinaire), pero sólo tengo, como ya he dicho, a mi disposición, una boquita mediocre, apenas capaz de detectar que los dibujitos de Copi, aparentemente sencillos, desenmascaran también una forma de pensar.

Copi mujer sentada

Como su narrativa, pero en una forma más condensada y depurada, las tiras de La mujer sentada son absurdas, desopilantes y perturbadoras. Puede ser, como sugiere Link, que aquí haya un agudo comentario sexual de toques surrealistas, que es otra forma de decir que hay desparpajo. En una, por ejemplo, vemos al pato ese (¿es un pato?) preguntarle al espacio sobre la silla vacía donde usualmente está la tía: “¿Usted no está dibujada?”. Luego (de inmediato, no en otro cuadro, sino a lado), de la silla sale un globo, del vacío, donde se lee: “¡Mandé a Copi a la mierda!” Y acto seguido la tía se dibuja a sí misma, y mal, porque descubre, “solamente ellos [los homosexuales] tienen esa sensibilidad artística”. Como lo he descrito y no dibujado tal vez no se entienda bien, pero aún menos se comprende, me temo, mi alegría. Hace falta que ande, querido lector, atribulado, arrastrando las patas por la calle, buscando algo sin saber qué, y sólo encontrándolo en un libro de segunda mano, vendido a mitad del precio que vale. Que viva Copi.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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