Por Mariana Pedroza

A quince días del temblor del 19 de septiembre, la normalidad empieza a restablecerse: cada vez se espacian más los retuits con convocatorias de ayuda y las personas que no fueron directamente afectadas regresan poco a poco la atención a su cotidianidad. Sin embargo, el temblor dejó estragos, no sólo en los edificios y en las vidas de las personas que perdieron a un ser querido o se quedaron sin hogar, sino en cada uno de nosotros, tanto en nuestra condición de ciudadanos como en nuestra vida personal.

Muchas líneas se han dedicado para hablar de la enorme solidaridad en las calles los días subsecuentes al temblor. Los centros de acopio, los albergues y las zonas de desastre se llenaron de voluntarios dispuestos a ayudar; salieron camiones enteros de víveres a diferentes estados. Aunque no faltaron las anomalías y los abusos, el interés genuino por ayudar sobresalió notoriamente.

El camino que falta por recorrer aún es largo, no sólo en relación con las víctimas del temblor (a quienes en su mayoría no se les ha ofrecido una solución a largo plazo), sino también en relación a nuestro lugar como integrantes de una comunidad.  Sobra decirlo: no sólo en este momento hay gente en estado de necesidad, pero si por azares de la naturaleza es en este momento en el que hemos conectado con el dolor ajeno, conviene aprovechar esta ventana de conciencia para hacernos preguntas sobre la forma en la que nos involucramos en los problemas sociales (o en la que decidimos no hacerlo) así como sobre el poder que tiene la organización ciudadana para ofrecer soluciones o, si no ofrecerlas, para exigirlas a las autoridades correspondientes.

Paralelamente, toca también volver a la normalidad. He aquí donde se presenta la tensión entre los intereses y las motivaciones, pues comprensiblemente no podemos entregarnos por completo a ayudar cuando tenemos que atender también nuestro trabajo y nuestras preocupaciones diarias y, más aún, cuando tenemos que cuidarnos a nosotros mismos, pues ver por el otro a costa de dejar de ver por nosotros no es ni sano ni sostenible.

Después de escuchar a muchas personas que, aun cuando nada estructural de su vida personal se vio amenazado con el temblor, están teniendo dificultad para reinsertarse en su cotidianidad, encontré dos elementos que se repiten.

En primer lugar, está la culpa. No fueron pocas las personas que se acercaron a mí expresando su culpa por no estar haciendo lo suficiente o, peor aún, por estar bien. Parecía que en los días postemblor era casi una afrenta mencionar en público que pasarías el día echado en tu cama, compartir un video de gatitos o simplemente hablar de otra cosa que no fuera lo acontecido. A estas personas: estar bien no está mal.

Si acaso hay que convertir esa conciencia de bienestar en gratitud. La culpa en sí misma no suma nada y, si se trata de involucrarse, no hay mejor forma de hacerlo que permitiéndonos atender primero las propias necesidades y no desgastándonos de más, pues sólo así podremos tener la energía y el enfoque necesarios para seguir en las filas de la información, la organización y la denuncia en todo el camino que falta por recorrer.

En segundo lugar, se encuentra la sensación de inseguridad. Una paciente lo nombró sabiamente como el Síndrome Mil formas de morir. Muchos siguen volteando a cada rato a ver su vaso de agua para ver si está temblando. O han cambiado pequeños hábitos, como trabajar con los audífonos puestos. No sea que suene la alerta sísmica y no se escuche a tiempo. Por si fuera poco, esa sensación de inseguridad, que está en el cuerpo (nuestro ser más biológico se encuentra alerta), permea otros campos de la vida y ahorita surgen, más que nunca, las crisis laborales e interpersonales. Es importante, en momentos así, dar calma a los procesos.

Siempre –no sólo ahora– hay cosas que salen de nuestro control. En ese sentido, el temblor fue un llamado a la humildad, pues nos hizo ver de una forma incuestionable lo frágil que puede ser nuestra vida cotidiana. Sin embargo, alimentar el miedo no es la mejor forma de hacerle frente a la adversidad. Que la falta de seguridad no nos paralice; por el contrario, que esta experiencia nos sirva para fortalecernos más, sabiendo que juntos podemos encarar lo que se presente.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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