Por Graciela Manjarrez

La organización independiente Artículo 19 ha documentado, en el periodo de 2000 a 2017, el asesinato de 109 periodistas en México: 8 mujeres y 101 hombres. Los sexenios más violentos y letales para la prensa mexicana han sido el de Felipe Calderón con 49 asesinatos; la actual administración de Peña Nieto con 38 crímenes y, por último, el mandato de Vicente Fox con 22 muertes impunes.  

En Narcoperiodismo, el reportero Javier Valdéz se pregunta, a lo largo de los diez apartados que conforman el libro, ¿cuánto vale reseñar un muerto, una granada, un operativo militar, un motín en un penal, una fosa clandestina, una violenta represión en las oficinas de un rotativo? Las respuestas a esta cruenta pregunta están en el propio asesinato del periodista, sucedido a solo unas cuadras del semanario que fundó: Ríodoce, y en los documentales Reportero (Bernardo Ruiz, 2012) y El paso (Everardo González, 2015).

Aun cuando en México el documental pasa por un momento extraordinario, resulta lamentable la pobre exhibición que tiene en las salas de cine nacionales. Reportero, por ejemplo, sólo tuvo presencia en la gira de documentales Ambulante y una que otra proyección discreta. El filme de Bernardo Ruiz es una reflexión aguda -pero agobiante- sobre el ejercicio del periodismo combativo, honesto y comprometido en un país carcomido por la violencia y la corrupción.

A partir del testimonio del fotoreportero Sergio Haro (†) y el retrato de su día a día, Bernardo Ruiz construye -en paralelo- la fundación de uno de los semanarios más influyentes en el norte de la república mexicana: Zeta. Creado en 1980 por los periodistas Jesús Blancornelas y Héctor “El gato” Félix Miranda, el semanario y su historia reflejan las vejaciones que ha padecido el periodismo frontal, no oficial, crítico, con una línea editorial no comprometida con intereses políticos o empresariales. Desde producir el semanario en Estados Unidos e importarlo a México, pasando por editores que escribían en el exilio, hasta atentados fatídicos que cobraron la vida de dos de sus más cercanos colaboradores: Héctor “El Gato” Félix Miranda y Francisco Javier Ortiz.

Foto: Spencer Platt/Getty Images

Bernardo Ruiz logra a partir del montaje de imágenes que desasosiegan, testimonios que perturban, y material de archivo relevante construye no sólo el retrato de una publicación y sus colaboradores desde la intimidad de su redacción, sino que, además, captura las distintas etapas de la libertad de expresión en México (y el alcance en sus lectores). De una prensa boicoteada, silenciada e incluso involucrada con los gobiernos priistas; hasta un periodismo arriesgado, incómodo, agudo, independiente, mordaz, en posibilidades de no comprometer sus contenidos, pero que ha tenido que pagar un alto costo impuesto no sólo por el gobierno, sino además por el crimen organizado y el narcotráfico.

“Margarita Rojas y el infierno duranguense” reza el encabezado de un análisis publicado en el semanario Proceso, el 1 de agosto del 2010. En él se detalla cómo Margarita Rojas Rodríguez, directora del Centro de Readaptación Social número 2, con sede en Gómez Palacio, permitía la salida de presos en custodia con armas de cargo y en vehículos oficiales para matar a destajo y calentar la plaza. Luego de hacer su “trabajo”, los matones regresaban al centro penitenciario sin que nadie los molestara. Este hecho atroz es el punto de partida al infierno del camarógrafo Alejandro Hernández Pacheco y que Everardo González retrata en su documental El paso.

Con una exhibición comercial más “aceptable”, el filme de González se centra en la repercusión que tiene el trabajo periodístico en la vida personal y familiar de los que se dedican a reportear la realidad en México. Alejandro Hernández Pacheco y Ricardo Chávez Aldana tuvieron que salir de inmediato de México, huir, porque el estado fue incapaz de garantizar su seguridad y la de su familia.

Ricardo Chávez Aldana, un locutor-periodista de radio que daba voz a lo que él y la ciudadanía oían, veían y vivían en tiempos del narco en Juárez, tuvo que pedir asilo político en los Estados Unidos después del acoso alarmante que sufrió y el asesinato sin escrúpulos de dos de sus sobrinos. La vida que retrata Everardo González al otro lado de la frontera es visualmente poderosa pero desoladora. En la pantalla vemos a un hombre limpiando mesas y pisos en un restaurante de comida rápida en la madrugada. En la pantalla vemos a un locutor de radio que se queda sin palabras cuando su abogado, Carlos Spector, le pregunta si cree que a sus sobrinos los mataron por su trabajo periodístico. En la pantalla vemos el gesto de desesperanza de un hombre al que le fue negado el asilo político y, ahora, vive en un limbo migratorio.

Foto: Spencer Platt/Getty Images

Esto demuestra que México no sólo niega las garantías de seguridad y las condiciones necesarias para ejercer la libertad de expresión, sino además es capaz de exponer a los periodistas a situaciones todavía más graves. Después de su secuestro a manos de una de las células del cártel de Sinaloa, Alejandro Hernández Pacheco tuvo que enfrentarse a las prácticas no éticas, no humanas, sin sentido de Genaro García Luna. Tal como lo dictaba el guion del sexenio, el entonces Secretario de Seguridad Pública preparó un espectáculo mediático en su lugar favorito: el hangar presidencial, ahí exhibió un rescate aparatoso pero inexistente y, peor aún, exhibió sin ningún reparo, sin ningún tacto al camarógrafo secuestrado (el que podía haber visto u oído a sus captores; el que podía “con suerte” identificarlos; el que podía testificar contra ellos).

“Si les decimos que no, estos güeyes son capaces de matarnos y decir que nos ahorcamos o nos mataron otros. Andábamos bien traumados y no sabíamos lo que sería salir frente a las cámaras. Debieron protegernos. Nunca sacan a las víctimas, pero les valió madre”. Una de las grandes virtudes del cine de Everardo González es que construye una empatía sólida entre el espectador y la realidad que retrata en la pantalla. A través del testimonio de Alejandro Hernández Pacheco, frente a cámara y a cuadro cerrado, los espectadores acompañamos al protagonista en su miedo, en su impotencia, en su frustración y en el sinsentido de la vida rota, en los sentimientos encontrados ante una nueva oportunidad en un país ajeno, que no siempre recibe con los brazos abiertos.

Si bien El paso y Reportero podrían calificarse como documentales sencillos y anecdóticos su poder y valía van más allá de la pantalla: reflexionan sobre el ejercicio periodístico y la persecución a la libertad de expresión en México. Visibilizan lo vulnerable que resulta reportear la realidad atroz en los estados, pueblos y ciudades chicas. Los peligros que acarrea tratar de explicar y darle sentido a la violencia extrema que azota al país. Demuestra que el exilio es una onda expansiva que golpea a la familias que huyen, pero también al resto de la parentela que se deja atrás. Señala la manera en que la prensa molesta a los cómodos e informa, noquea, ilumina y, algunas veces, consuela a los lectores. Y, sobre todo, de cómo el periodismo y los documentales necesitan de la gente para que sucedan cosas.

En México, cada 26.7 horas se agrede a un miembro de la prensa.

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Graciela Manjarrez estudió Letras hispánicas. Es docente en un bonito colegio privado, donde se dedica a formar lectores. Escribe su largometraje de ficción para el Centro de Capacitación Cinematográfica.

Twitter: @gmanjar

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