Por Esteban Illades

Estamos a poco más de 80 días de que Estados Unidos celebre su elección presidencial. Faltan aún las convenciones de los partidos, donde oficialmente se nomina a cada candidato, pero éstas serán –por primera vez– en línea. Ni Donald Trump ni Joe Biden asistirán a un evento masivo para aceptar la candidatura de sus partidos.

Tampoco se han llevado a cabo los debates presidenciales; ha habido lugares, como la Universidad de Notre Dame, que se han echado para atrás y han cancelado su participación como sede para estos eventos.

Las convenciones en línea, los lugares de debate inciertos, ambos se deben a una sola cosa: el descontrol absoluto sobre el coronavirus en Estados Unidos.

Desde hace semanas Trump ha optado por dejar de hablar del tema; cuando lo ha hecho, ha sido para reafirmar que pronto terminará. El presidente de nuestro vecino ha dedicado fines de semana a jugar golf, su pasatiempo favorito, y sus tuits a otro tipo de cosas. La pandemia, que contagia a alrededor de 40,000 estadunidenses por día, que ha contagiado a más de cinco millones y matado a más de 166,000 según las cifras más recientes, ya no ocupa la mente de Trump.

Y esto tiene un sentido político. Retorcido, pero lo tiene: Trump debe encontrar una forma de vender un mensaje al electorado más allá del coronavirus, porque esa batalla ya la tiene perdida. Mientras no exista una vacuna o un tratamiento efectivo, los contagios se seguirán multiplicando en EEUU. E incluso con una vacuna efectiva: el movimiento antivaxxer va en ascenso, y no es descabellado pensar que un sector de la población podría negarse a ser inoculado.

Otra cosa que ha hecho, sin mayor logro, es intentar acusar a Biden de acosador sexual. Hay quienes han optado por creerle –a pesar de que a Trump mismo se le han comprobado múltiples abusos–, pero “el comal le dijo a la olla” no ha sido una estrategia de campaña útil. Según casi todas las encuestas, Biden tiene no sólo una ventaja nacional bastante amplia, sino en los estados que Trump necesita para reelegirse.

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Entonces lo que le queda al presidente es la economía, que en teoría debería rebotar pronto. Estados Unidos cayó como nunca en los últimos meses en términos económicos y laborales; no se habían perdido tantos empleos allá desde la Gran Depresión. Pero en toda gran crisis siempre hay un gran repunte, y se empieza a ver a lo lejos. Aunque mínimo aún. Y probablemente no tan amplio como para que los votantes estadunidenses vean algo de esperanza en la campaña trumpista.

Esta recuperación lenta se debe a muchos factores; el más importante es que no se han controlado los contagios masivos.

No hay ejemplo más claro que las escuelas y las universidades: aquellas que han reabierto han tenido que cerrar casi de inmediato debido a brotes de covid-19. Y dada la cantidad de estudiantes que hay, dada la importancia que juega el sistema educativo en la vida diaria de los estadunidenses, que el desastre esté ahí muestra que falta mucho por siquiera tener esperanza de un regreso a la normalidad.

Sin pandemia controlada y sin economía en recuperación, al presidente sólo le queda una alternativa, un botón nuclear –no el literal, claro–. Y ésa es sabotear la elección. 

Hay quienes afirman –y se han apoyado en tuits de Trump para hacerlo– que de perder la elección simplemente no abandonaría la Casa Blanca. Como controla una de las dos cámaras del Congreso y el partido republicano ya se ató a Trump hasta las últimas consecuencias, bien podría declarar fraude y a ver cómo le hacen los demócratas para sacarlo de ahí. El conflicto abierto y total de una vez por todas.

Esto sonaría descabellado hasta para el propio Trump, pero ya sabemos que él no tiene límite alguno. (Sin embargo, es muy poco probable que lleguemos a eso.)

Más bien, lo que ya está sucediendo es una operación para disminuir la participación electoral.  Trump tiene tan bajos los números que lo que le conviene es que menos gente vote. Con menor participación tiene más oportunidad de ganar, pues quienes irían a las urnas serían sus más fieles seguidores. De poner restricciones severas al voto, tendría una herramienta –ilegal– para mantenerse en el poder.

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Foto: Getty Images.

Si no, podría ponerle trabas al sistema postal: en Estados Unidos se puede votar por correo desde hace décadas, el propio Trump lo ha hecho desde Florida más de una vez. Si no se puede votar en persona el 3 de noviembre –y muchos estadunidenses ya empiezan a entenderlo–, la opción es votar a distancia y por ello han aumentado los registros.

Pero es aquí donde Trump puede alterar las cosas, y ya comienza a hacerlo. Hace unos días nombró a uno de sus benefactores más grandes, Louis DeJoy, como “Postmaster General”, o responsable del servicio de correos de Estados Unidos. DeJoy tomó posesión la semana pasada, y dejó en claro que su objetivo es destrozar el servicio postal. La excusa es que tiene mucha deuda –lo cual es cierto– y opera de manera muy deficiente –también–. Con estos dos argumentos, DeJoy y Trump planean reducir severamente la capacidad de operación del correo estadunidense: recortes y mayores retrasos en entregas, entre otros. De hecho, varios medios han reportado desde hace semanas que hay comunidades donde el correo ya no ha llegado diario, como solía hacerlo.

En caso de destruir o por lo menos inmovilizar al correo estadunidense, Trump podría llevar a cabo –con éxito– su estrategia de reelección. No se trata de ganar votos, no se trata de convencer a nadie. Se trata de evitar que quien pueda sacarlo de la Casa Blanca no pueda hacerlo porque su voto –el único instrumento que tiene para hacerlo– no cuenta.

Y ése es el riesgo que corre Estados Unidos en estos días.

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Esteban Illades

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