Por Esteban Illades

La campaña electoral actual ha estado marcada por muchas cosas, pero ninguna tan fuerte como la violencia. En los últimos meses, más de 30 políticos –militantes, precandidatos, candidatos, funcionarios– han sido asesinados. Gran parte de estos homicidios han pasado debajo de nuestro radar a causa de la violencia generalizada que tenemos desde hace más de una década.

La violencia también se ha convertido en retórica. En redes sociales vemos cada vez más cómo la discusión, si es que alguna vez existió, ahora está completamente carcomida por el insulto. Si uno opina algo, de inmediato es un “chairo” o “pejezombie”, de un lado, o un “peñabot” o “vendido” del otro.

El problema de esto, como decíamos la semana pasada, es que el 2 de julio seguiremos teniendo país, sólo que con un nuevo presidente. Los mexicanos ahí seguiremos, y tendremos que encontrar puntos en común para evitar una división como la que vemos en el resto del mundo.

Pero vamos en el sentido contrario. En vez de empezar a acercarnos, nos alejamos más. La violencia y su incitación son cada vez más recurrentes, al grado de que este fin de semana se llamó a que un seguidor del candidato puntero hiciera lo mismo que otros en el pasado: asesinarlo. Increíblemente, hubo gente que salió en su defensa, a decir que la gente no comprendía su sentido del humor. O que había sido malinterpretado. Más claro que el agua quedó: el nivel de violencia verbal había cruzado una línea.

Y es que hay una parte muy importante de nuestra democracia, y por consiguiente de la libertad de expresión, que forma parte de ella. La idea detrás es, entre otras, fomentar la pluralidad, el disenso, la oposición, incluso hasta los choques. Como decía Jesús Silva-Herzog hace unos años, la democracia no es tomar “tomar té y galletitas”. En la democracia los puntos de vista se contraponen y quien mejor los defienda o quien más convenza gana.

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Imagen: Shutterstock

Sin embargo, existen límites, como decía el filósofo Norberto Bobbio. En la democracia se permite todo discurso menos el que exista con el fin de eliminar la democracia misma. Y tal es el caso de este fin de semana. Pedir –velada o no tan veladamente– el homicidio de un político, después de meses de llamarlo un peligro para el país, va en contra de todo lo que hemos luchado por crear en las últimas décadas.

Cierto es que nuestra democracia dista de ser perfecta; algunos dirían que incluso ni democracia es. Pero cierto es también que, a pesar de los políticos, que se aferran con las uñas al dinero y al poder, hay gente que lucha día a día por hacer de nuestras instituciones algo respetable. Algo que funcione para el futuro.

Por lo mismo, también hay gente empeñada en dinamitarlas, aparte de los políticos. Personas que saben que, en un sistema verdaderamente libre, sus opiniones dejarán de importar. No porque el sistema les cobre venganza o los censure, como dicen. Ni porque los vaya a eliminar –como ellos quieren con ciertos candidatos–, sino porque sus opiniones son del pasado cavernario. Sus opiniones dejarán de tener relevancia porque, sin el megáfono que adquirieron hace tiempo, nadie los escuchará. Sus opiniones, por sí solas, no tendrán peso alguno.

Este discurso de odio, porque odio es lo que es, debe condenarse siempre. Cuando se llame al homicidio de alguien. Cuando se pida que se linche a otro. No debe conceptualizarse en función de algo más: “lo digo porque es necesario; lo digo porque nadie más lo dice. Lo digo porque los otros también lo hacen”. No. El discurso de odio no tiene cabida aquí.

Casos como el de este fin de semana sirven como un parteaguas, si así lo queremos. Como sociedad es bueno pensar no sólo a quién encumbramos, o a quién le damos plataformas para que sus ideas se esparzan. El tipo de sociedad al que deberíamos aspirar nos puede quedar más claro hoy que nunca. Buen momento éste, y lástima que se haya tenido que llegar a tanto, para pensar en dónde estamos parados. Siempre será sano discutir, siempre será sano contrastar ideas. Pero nunca con violencia. Nunca con amenazas.

En un mejor sistema, las ideas, por su propio peso, encontrarán su justo lugar. Si son buenas, se retomarán. Si son malas, se desecharán. Pero se contrastarán. Siempre y cuando se permita. Es una paradoja, pero las únicas que nunca, nunca, deben tener juego, son aquellas que plantean que las demás no pueden ser válidas. La clave para que esto funcione es protegerlo.

Si queremos construir una nueva democracia, una funcional, debemos empezar por erradicar el discurso de odio. No hay de otra. Hoy es un buen día para empezar.

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Esteban Illades

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