Por Esteban Illades

El domingo se cumplió, oficialmente, el primer año en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. En su nuevo informe, el cuarto desde que tomó posesión –el primero fue a los 100 días, el segundo en el aniversario de su triunfo electoral y el tercero fue en verdad el primero, al menos conforme a la ley– el presidente aprovechó para hacer lo que mejor le sale: revivir sus grandes éxitos para generar emoción entre los asistentes. Volvimos a escuchar sobre el avión presidencial, sobre el fin de la corrupción, la enorme cantidad de becas que ahora se reparten; lo de siempre, pues.

Y es natural. Para alguien que busca sobrecomunicar –una conferencia de prensa diaria entre semana, un evento o más al día incluidos fines de semana– el punto es que el mensaje sea finito. Que sea el mismo. La idea es repetir, repetir, repetir, para que su discurso lo conozcan y lo sepan todos, que lo puedan repetir así no estén de acuerdo. Es, pues, que los mexicanos estén pensando en él cada momento del día. Que asimilen sus palabras para convertirlas en parte de su rutina –y para eso sirven los dichos, también; me canso ganso.

Porque el teatro del discurso funciona. Si uno ve las encuestas, ve a un presidente que se mantiene en altos dígitos de aprobación, a pesar de que sus políticas no cuentan con el mismo apoyo: el fin del seguro popular, el asilo político a Evo Morales, su manera de enfrentar al crimen organizado, ahí no tiene buenos números; todo lo contrario. 

Pero él, él, sí los tiene. En particular en cuanto a tiempo se refiere: la gente está dispuesta a darle más y más porque lo que prometió de inicio ha ido mutando en algo inalcanzable. Primero eran seis meses para ver los efectos de la así llamada Cuarta Transformación. Luego un año. Ahora al año se piden dos. La promesa de que todo cambiará en algún momento sirve, aún, para que la gran mayoría del país no sólo le dé el beneficio de la duda sino que lo apoye. Es el famoso “disculpe usted, estamos rehaciendo el país” y sus variantes.

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Pero para que ello no canse, y para que se sostenga, en particular en malos tiempos –como cuando la economía está estancada–, también es necesario que un discurso efectivo –como buen cuento– contenga a un villano. En este caso es el pasado y quienes antecedieron al presidente: ellos que saquearon, ellos que nos dejaron así. Ellos y nosotros. Malos contra buenos. Mexicanos de mentiras contra mexicanos de verdad. La división llega hasta Hernán Cortés, a quien hoy se le acusa de haber cometido el primer fraude en la historia del país –¿Qué más se necesita para dejar clara la división? Los españoles son los causantes de todo problema habido y por haber en la narrativa presidencial; el continente era el paraíso hasta que alguien, un otro, un ajeno, un no-mexicano, llegó a corromperlo. 

En un país tan nacionalista como el nuestro, esto claro que es efectivo. Cada vez más se ven las consecuencias del discurso. El domingo, Irving Pineda, un reportero que sólo busca hacer su trabajo, fue acorralado por simpatizantes presidenciales que le gritaron “chayotero” una y otra vez, mientras la ironía de intentar ponerle ropa de Morena a la fuerza les pasaba totalmente de largo a quienes lo acorralaban. Cuando día con día se crea un hombre de paja –sean los “conservadores”, sea la prensa–, tarde o temprano ese discurso se vuelve material. Y cuando no hay resultados, cuando se le echa la culpa al otro de que las cosas no avanzan, pues claro que con el otro es el desquite.

La realidad es bastante terca. Las palabras se vuelven acciones. Cuando un dedo señala culpables, entonces el discurso se materializa. Por eso ahora se destierra a los que no son mexicanos de “a deveras”. Aquellos que son “chayoteros” y no personas.

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Pero también es terca esa realidad que no pasa por el discurso, aquella que es inmune a las palabras. Ayer, mientras el presidente hablaba, nos enterábamos de una nueva masacre: 22 muertos en Villa Unión, Coahuila, en eso que llevamos décadas llamando “enfrentamiento”, en eso que lleva décadas siendo normal. Pero para sacarlo del discurso, para que no embarrara la historia oficial, se le llamó “excepcional”. Excepcional es en circunstancias normales, pero en circunstancias como las nuestras lo excepcional lleva años siendo rutinario. En tiempos de la autodenominada cuarta transformación hemos tenido varias matanzas como ésas. No sólo en el último año sino en el último mes. 

Esa terca realidad termina por vencer a la fantasía, y lo hace más pronto que tarde. El domingo ya se logró colar en el discurso presidencial, ese lugar al que todavía no se cuela la autocrítica. Pero la sangre es demasiada y los resultados pocos. Sí, su derramamiento se origina en el pasado, eso no se duda. Pero no se eligió a nadie para que lo recordara diario, sino para que lo resolviera. 

Cosa que las palabras, por más que se repitan, no pueden hacer.

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Esteban Illades

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