Por Esteban Illades

La semana pasada en Con peras y manzanas hablábamos de la normalización de la indiferencia ante los horrores que se llevan a cabo de manera cotidiana en el país. Las autoridades veracruzanas encontraron 166 cráneos en una fosa clandestina –después se supo que el número era mayor– y a pocos les pareció un tema digno de llamar la atención. Tan normalizada la violencia que ni estas cifras escandalizan.

Quizás por eso tampoco generó algún tipo de preocupación que la noche del 14 de septiembre, un día antes de la tradicional fiesta del Grito, un comando disfrazado de mariachi disparara contra un grupo de personas en Plaza Garibaldi, una de las plazas más concurridas en la capital –por chilangos y extranjeros– y asesinara a al menos cinco personas. Ni siquiera dentro de quienes estaban a escasos pasos de un homicidio múltiple.

Este video tomado por la periodista Peniley Ramírez lo muestra de forma clara:

La fiesta continuó tras la masacre. La gente siguió cantando y tomando, lista para celebrar al día siguiente –o desde ese mismo día– la independencia de su país respecto de la corona española. Esa independencia tan cruenta hace más de 200 años parece más excusa que recuerdo, o de lo contrario no pasaría –literalmente– de noche algo tan grave mientras se festeja: asesinatos en el centro de la capital del país como pan nuestro de cada día.

Dirán algunos que aquí ya no hay nada nuevo, que desde esos granadazos en Morelia durante la ceremonia del grito de 2008, hace justo 10 años, la violencia se convirtió en cotidiana al grado de que la fiesta que más le importa a los mexicanos no logró escapar de ella. Que con los miles de muertos en distintas circunstancias, sea 16 de septiembre, 6 de enero, puente de la Revolución, ya no hay motivo por el cual indignarse.

Dirán otros, parafraseando a Octavio Paz en El laberinto de la soledad, que los mexicanos se burlan de la muerte porque sus vidas no valen nada, y mejor festejar e ignorar todo aquello que implique dejar de existir porque les recuerda lo inútil de sus vidas. Que la burla y el festejo son maneras de enfrentarla.

Pero no. No es posible o no debería reducirse la violencia que vivimos a diario a unos cuantos clichés, a la repetición de un libro publicado hace 70 años –que por sí sola significaría que los mexicanos somos seres inmutables, que el tiempo pasa y nosotros seguimos siendo exactamente los mismos–, a la idea de que esto es lo que hay y se acabó.

“¿En qué momento se jodió el Perú?”, se preguntaba uno de los personajes de Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral. “¿En qué momento se jodió nuestra indignación?”, hay que preguntarnos nosotros. Porque escribir semana tras semana sobre cómo vivimos en un país en el que atrocidad supera a atrocidad con toda calma y lo aceptamos como parte natural de nuestra vida es fatigante.

Más de 166 cráneos la semana pasada. Ésta: cinco muertos en el corazón de la zona turística de una ciudad y un país que quieren presentarse como atractivos para el turismo mundial. Sin contar el resto repartido por el país entero.

Cientos de miles de muertos. Decenas de miles de desaparecidos. Más de una década.

Foto: Manuel Velasquez/LatinContent/Getty Images

Y dos presidentes, uno saliente y uno entrante, que no parecen dimensionar la gravedad del asunto. El saliente, en gira del adiós, sin asumir culpa alguna de que el país que prometió apaciguar está consumido por la violencia. Y el entrante, que participó en un foro de violencia la semana pasada –cosa que sí se le debe reconocer de inicio– pero que no supo cómo responder ante los gritos, desmayos y sobre todo peticiones de los familiares de las víctimas: que encontraran a sus padres, hijos, hermanos. Sólo supo contestar con el discurso de su campaña, el de soluciones macro –empleos, educación, becas– ante un problema personal, porque esas muertes y esas desapariciones son personales, el de alguien que necesita saber si su ser querido está vivo o muerto –porque ni eso sabe– y dónde está.

Esto no es normal y no es aceptable. Que asesinen a cinco personas y la fiesta siga. Que al día siguiente haya un grito de celebración por los héroes que nos dieron una patria que no sabemos mantener. Algo tiene que cambiar.

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Esteban Illades

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