Por Manuel S. Gallardo Corral

Empecemos con una breve nota etimológica. En sus inicios, la palabra “queer” era utilizada como un término peyorativo para aquellas personas que no eran heterosexuales o que no eran cisgénero; hubo que esperar la revolución sexual de los años 70 para que la comunidad LGBT se reapropiara del término, cambiando su significado y adoptándole uno de empoderamiento y lucha. A finales del milenio, la palabra “queer” se inscribió en los debates académicos para marcar, como lo hace hoy en día, una diferenciación ideológica con los términos más comunes de “gays” y “lesbianas”.

De la brecha entre prácticas e identidades, comportamientos y corporeidades, máscaras, sujetos y personas surge la necesidad de que exista lo queer. Lo queer se instala en el discurso porque hay personas que no nos identificamos con ninguna de las siglas LGBT(TTI), porque aunque es cierto que uno se pueda vincular sexual y sentimentalmente con otro de su mismo sexo, esto no significa que se sienta representado por lo que significa  “ser gay”. Podemos diferenciar claramente entre una persona que ha interiorizado la “identidad gay” de alguien que sostiene “prácticas homosexuales”, pues el primero ha adoptado una connotación de mercado que hoy repite los fines capitalistas, burgueses, racistas y clasistas de la hegemonía patriarcal; el “gay” promedio no es un transgresor revolucionario y mucho menos crítico de esta hegemonía, lo único que exige es una adaptación de este mismo sistema para que él también se pueda involucrar como consumidor.

Muchas veces la adopción del discurso hegemónico por parte de aquellos hombres que han suscrito a la identidad gay pasa por fenómenos del lenguaje como el hecho de que, en muchas ocasiones, para ofenderse apelan a calificativos femeninos (por ejemplo, el uso de palabras como “obvia”, “pasiva”, “puta”, etc.). Este desprecio hacia lo femenino dentro de un mundo esencialmente masculino es una derivación de la misoginia socialmente interiorizada; no porque alguien sea homosexual significa que sea más amigable con las mujeres que el típico hombre machista.

Es por eso que lo “queer” más que una identidad es un movimiento de pensamiento y de lenguaje que busca el reconocimiento de aquello que ha sido relegado y colocado a las periferias; es la utilización del cuerpo como aparato político para criticar a las estructuras de poder que mantienen en una situación de vulnerabilidad a aquellos quienes no se les ha permitido hablar. Quienes abrazamos lo queer trascendemos las categorías de orientaciones sexuales, “hetero” o “gay”, y nos identificamos con aquellos que viven en oposición a las normas sociales del sexo y el género; hacemos el intento de dar voz a quienes se sienten violentados por el racismo institucionalizado, a los que se les recrimina por no seguir la  heteronorma, aquellos que han sido víctimas de la misoginia impuesta por la cultura. Uno no decide nacer heterosexual u homosexual, o cualquier variante en medio, pero sí puede decidir ser queer, uno puede volver su vida personal también un área política en la cual puede responder a las narrativas que nos indicam cuál es la forma “correcta” con la cual debemos ejercer nuestros cuerpos.

La teoría queer ha propuesto estrategias políticas con las que se replantean los diferentes movimientos sociales. Se ha atestiguado el nacimiento de un feminismo queer como respuesta al feminismo occidental que incluye en el debate a aquellos subalternos que han sido olvidados de la lucha feminista clásica. El feminismo occidental típico oculta muchas veces lo privilegios de la “mujer” cisgénero heterosexual blanca y de la clase media del hemisferio norte, y  termina olvidando la diversidad de “mujeres” que existen. Lo queer es un intento de incorporar las subjetividades subalternas que han sido puestas en el ostracismo y que no gozan de una posibilidad real de expresarse y ser escuchadas, como las lesbianas, las mujeres no blancas, las trabajadoras sexuales, las discapacitadas, las transexuales, etc.

En última instancia, lo queer se aterriza como una crítica feroz a lo gay que se ha vuelto parte del mercado y la cultura hegemónica. Pero, como pronosticaba Judith Butler, el mismo término queer corre el riesgo de convertirse en un slogan de consumo, una etiqueta más como medio para el beneficio económico de algunos cuantos, de la misma forma que se ha generado un “capitalismo rosa”. De nosotros depende que el significado político de lucha y resistencia de lo queer perdure y funcione todavía como herramienta emancipadora de próximas generaciones.

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Manuel S. Gallardo estudia derecho en el ITAM.

Fotografías: National Geographic

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