Por Mariana Pedroza

Aprender a interactuar en sociedad es siempre vergonzoso: invitar a salir a alguien por primera vez, contar un chiste que no sabes a ciencia cierta si es gracioso, arreglarte para verte guapo pero no tanto como para que se note que llevas una semana planeándolo… Son tantos los códigos sociales y tantas sus sutilezas que no hay forma de aprenderlos más que por la tortuosa vía del ensayo y el error, el ridículo y la incomodidad.

El inglés tiene una palabra para ello que no tiene una traducción precisa en español: awkwardness. Torpeza, incomodidad social. Esta sensación, tan común a la experiencia humana, es altamente explotada por sitcoms y películas de comedia, que mediante la hipérbole humorística nos invitan a conectar con el awkward que todos llevamos dentro: Bridget Jones y su afán de quedar en ridículo con tal de mostrar su valía, Monica en Friends intentando seducir a Chandler con gestos exagerados después de haberse vuelto delgada o Gigi en He’s not that into you buscando el amor con insistencia y atropello, por mencionar algunas.

Pues bien, esta semana me encontré con una de esas joyas de la pena ajena, epítome de ese deseo de querer meter la cabeza en la tierra: Chewing gum. Esta serie británica, disponible en Netflix, trata de Tracey, una chica que a sus 24 años decide que es momento de perder su virginidad y salir a conocer el mundo. Sólo hay un problema: ha crecido en un contexto sumamente restrictivo y no sabe cómo funciona ese nuevo mundo al que quiere pertenecer; más aún, no sabe que no sabe cómo funciona, lo que la mete en toda clase de situaciones bochornosas.

Tracey conmueve por la seguridad con la que se desenvuelve, ajena a su propia torpeza. Se esfuerza por imitar lo que cree que es cool o sexy, pero lo hace desde su limitado entendimiento del cómo o del porqué. No tiene enfado en llevar sus intentos hasta sus últimas consecuencias, causando la incomodidad de todos mientras ella sigue de pie, torpe y valerosa.

¿Pero qué detona exactamente el sentimiento de awkwardness

Para el antropólogo Alan Fiske, existen tres formas principales de relaciones humanas: relaciones de dominancia, de comunalidad y de reciprocidad. Cada una de estas relaciones tiene sus propias reglas y lo que está bien visto en un tipo de relación, puede estar mal visto en otra. Por ejemplo: si en una fiesta tomas algo del plato de tu mejor amigo –relación de comunalidad–, posiblemente no sea mal visto, pero es algo que no harías con tu jefe, con quien tienes una relación de dominancia.

Sin embargo, hay ocasiones en las que no estamos seguros del tipo de relación en la que nos encontramos, o en la que estamos intentando negociar para cambiar de tipo de relación. Es ahí cuando aparece la incomodidad. ¿Debo hablarle de tú o de usted?, ¿estará bien que le tome la mano?

El lingüista Steven Pinker analiza la forma en la que continuamente negociamos de forma velada distintos tipos de relación, intentando poner a operar nuestro deseo sin “quemarnos”; es decir, sin arriesgar el tipo de relación en la que nos encontramos, un estratagema complicado del que no siempre salimos bien librados.

Por otra parte, solemos asumir que los códigos son universales, pero siempre hay un margen de error. Para muestra, basta traer a la cabeza esta escena bastante frecuente en la comedia en la que alguien intenta seducir a alguien más o intenta adivinar si está siendo seducido. Puede ser que el “seductor” se ponga ropa provocativa o juegue sugerentemente con la comida, apelando al código sobrentendido de que eso es una seducción, ¿pero lo es? La incomodidad puede dispararse hacia dos lados: hacia aquel que imita y reproduce el código sin tener idea de lo que está haciendo, o hacia aquel que, al ver un elemento de ese código, asume que está siendo seducido cuando quizá la persona de enfrente sólo estaba disfrutando su postre de fresas.

Me gusta creer que con el tiempo aprendemos a sobrellevar mejor estas disparidades y a crear códigos propios que no son más naturales. En cualquier caso, siempre habrá situaciones en las que no sabremos cómo proceder y, como Tracey, habremos de improvisar y llevar nuestro ridículo hasta el final.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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