Por Guillermo Núñez Jáuregui

Hace unos días, durante la presentación en México del excelente ensayo crítico Cronografías (Anagrama, 2017), de Graciela Speranza, se mencionó un artículo que El País se atrevió a publicar donde se hablaba de un tétrico cambio de estafeta: los libros de divulgación blanda ocupan el lugar de los ensayos duros. Me dispongo a leer el bendito artículo, cometido por Carles Geli, cuando sobre mi mesita de la sala descansan cuatro libros de divulgación (precisamente) que pensaba comentar en este espacio. Titulado “La gran mutación del ensayo”, el artículo de Geli es más o menos escandaloso no sólo por defender la tesis de que ya no se lee ensayo de ideas complejas o pensamiento crítico, sino por encontrar a quienes opinan lo mismo. Supongo que el escándalo sube de temperatura cuando resulta que a esa gente no se le encuentra debajo de una piedra sino en la oficina de una editorial. Así pasa con la opinión del editor de Taurus y Debate, Miguel Aguilar: “Igual que desapareció el cine de arte y ensayo más duro ha sucedido con el ensayo escrito más hermético…”. Es la primera noticia que tengo de que el “cine de arte” desapareció. Como sea, el artículo avanza así, a trompicones retóricos: “Nada es generalizable, pero…”.

Entiendo, la magia negra del periodismo (cultural o no) pide el sacrificio de la sangre (real o no). A pesar de ser un rito de paso para incontables miembros del cognitariado, rara vez se atiende con seriedad al libro de divulgación. Geli entiende por seriedad abordar al fenómeno desde el punto de vista de las ventas. Pero tal vez no sea la forma correcta de hacerlo. Yo mismo, debo decir, he pasado por el producto editorial llamado “libro de divulgación”, ya sea traduciendo al español obras pseudosociológicas –en el borde de la superación personal– o asistiendo a amigos en su elaboración (libros que presentan al gran público nociones filosóficas sobre la amistad o los encuentros entre la cultura y la comida, como los de Héctor Zagal). Es una zona informe con sus cimas (por ejemplo, las conferencias radiales convertidas en libro de Walter Benjamin –publicadas en nuestra lengua por Akal y Hueders–; o las cápsulas, también radiales, de Antoine Compagnon sobre Montaigne –publicadas por Paidós–) pero también con mesetas y penosos miasmas.

Ahora que incluso se pergeñan libros de divulgación sobre memes, no sería descabellado que a un editor le pareciera buena idea publicar un libro de divulgación sobre el libro de divulgación. ¿Qué es el libro de divulgación?, se titularía, y en el primer capítulo se ofrecería un ejemplo: ah, pues aquí tenemos que House of Cards y la filosofía (Roca, 2017) es un libro de divulgación. Una ilustración mostraría a un lector tomando el libro de una estantería de Sanborns, o en el aeropuerto. Ya imagino también una página donde se presenta una infografía con el libro y flechitas que indican cada parte: el título claro, su subtítulo enigmático (“La república de Underwood”); la lista socarrona de colaboradores (“Jason Southworth enseña filosofía en South Florida. Ha escrito capítulos para otros libros de cultura pop y la filosofía, como el de Batman, el de David Lynch y el de Linterna Verde. Cree que estas preciosas biografías son tan necesarias como Frank Underwood hablándole a la cámara”); la ubicación en un diagrama de Venn del libro respecto a la filosofía como disciplina (más cerca de la esfera continental que de la analítica, en el cruce con el análisis de la cultura pop y otros productos que los filósofos se ven obligados a escribir para vivir, como la conferencia para empresarios). El capítulo, generoso, también hablaría sobre la posibilidad de vender este libro como parte de una serie donde académicos exploran fenómenos culturales masivos.

En ¿Qué es el libro de divulgación? también habría, necesariamente, un capítulo titulado “Advertencia” y en él, en una pequeñita nota a pie, se aclararía que la divulgación es necesaria en los tiempos que corren (donde la masa ha adquirido dimensiones míticas) pero que ello no justifica crear productos blandos donde se privilegie la posibilidad de venderlo antes que la necesidad de crearlo. La misma nota tendría que demorarse en La historia de la república de Chumel Torres para señalar que la parte más interesante del libro se encuentra en su epílogo, donde, a su vez, se advierte:

No pretendo que este texto sea algo más que una pequeñísima introducción al tema y, en el mejor de los escenarios, despierte la curiosidad en los lectores para saber más sobre alguno de los eventos y que investiguen en trabajos realizados por gente más seria…

También tendría que advertirse que las bromas funcionan cuando no son confesiones brutales, como ésta que se apunta en el mismo epílogo:

Si llegaste hasta esta página, significa que ya terminaste el libro. Eso o que te saltaste hasta acá para poner un separador y hacerte el interesante, de cualquier manera significa que lo compraste y a mí me pagaron, así que no importa.

Mencioné que la tesis de Geli es más o menos escandalosa. Anoto la salvedad pues, a pesar de los conjuros de los departamentos de venta, me parece que aún puede confiarse en la astucia de cualquier lector: es claro cuando un autor está interesado en presentar al gran público ideas que lo merecen, pero también cuando su género favorito no es el ensayo (duro o no), sino el recibo de honorarios.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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