Por José Ignacio Lanzagorta

En algunos pueblos de la región central del país, la fiesta del 5 de mayo no es cualquier cosa. Suelen organizar una recreación de la Batalla de Puebla con toda la seriedad y anticipación que lo amerita. Terminado el espectáculo, se complementa la fiesta con un jaripeo, feria o, de perdida, una comilona y borrachera. Hace algunos años estuve en una comunidad cercana a Texcoco con esta tradición. En el calendario de fiestas del pueblo, ésta era una de las más importantes, de las más representativas, de las que involucran una participación activa a través de formas de organización similares a las de las fiestas patronales.

Inevitable vicio de preguntarme y preguntarles por los orígenes de esta celebración, con este acto de fe de que conocerlos contribuye realmente a valorar la actualidad de las cosas. Uno pensaría que los habitantes de esta comunidad serían descendientes de al menos algún ilustre combatiente de esta victoria mexicana -y algunos añadirían, indígena- contra las tropas francesas. Desde el odioso escepticismo desmitificador me preguntaba si tendría que ver con migraciones a Estados Unidos donde el 5 de Mayo tiene un valor central. No. La historia que encontré era bien sincera en describir un origen menos heroico o complejo: en las amplias redes del compadrazgo, alguno habría viajado y no mucho tiempo atrás, a una comunidad poblana donde ya celebraban esta misma fiesta y, en su fascinación, decidió llevarla a su pueblo. Se hizo una primera representación y fue tal el éxito que incluso a la fecha hay disputas territoriales en el centro de la comunidad para contar con un terreno apropiado para seguir celebrándola.

Algún día ya no muy lejano alguien, incluso nosotros mismos, nos estaremos preguntando por el origen del gran desfile de catrinas monumentales que desde hace un par de años se celebra en la Ciudad de México. No sé si seguiremos con la pena de respondernos que un compadre de la administración capitalina la vio en una película de James Bond y le gustó. A lo mejor ya para entonces nos convencimos que alguna peregrinación religiosa otoñal mexica o purépecha es un claro antecedente mesoamericano de un desfilar por estas fechas. Sincretismo puro. A lo mejor los odiosos puristas desmitificadores insistirán que no, que sólo los tarados nos compramos eso, cuando claramente viene de una imposición colonial con orígenes medievales y que la reinterpretación prehispánica es sólo política nacionalista y propaganda para consumo neoliberal. Tal vez no. Tal vez tengamos esta misma sinceridad de la comunidad texcocana con respecto a su 5 de mayo: mira, lo qué pasó es que salió en una película gringa. Cero glamour.

Catrinas CDMX
Foto: Hector Vivas/LatinContent/Getty Images

Año con año el Día de Muertos nos toca un montón de fibras y, encima, se acumulan las capas y se transforman. La fiesta cristiana cedió a una fiesta popular. La fiesta popular cedió a una fiesta nacional. La fiesta nacional cedió a una fiesta del mercado global. Y la fiesta actual conserva registros de todas éstas y a la vez de ninguna. Ya no sabemos si nuestro Día de Muertos lo pintaron los frailes, Rivera, Posadas o Coco.

Crecí escuchando que habíamos de defender nuestra fiesta de Día de Muertos de los embates de un Halloween que pretendía apoderarse de ella. Hoy parece que la aculturación empezó a jugar en sentido contrario y (una idea de cómo debe lucir el mexicanísimo) Día de Muertos conquista algunos aspectos del Halloween, dejando una especie de jubileo global de fiestas de lo tétrico, lo mortuorio, el carbohidrato y lo naranja. Algunos dirán que hay un robo cultural del Día de Muertos. Será que la actualidad de esas fiestas es justo y, por sobre todas las cosas, un producto de su tiempo.

Foto: Hector Vivas/LatinContent/Getty Images

Como sea, las catrinas de James Bond por el MUNAL o por el Zócalo son estremecedoras y hermosas. Teníamos la imaginería, teníamos el escenario, sólo nos faltaba la obsesión gringa de hacer las cosas grandotas y de ponerlo todo en un parade. Y pues quedó insoportablemente divino. En sus primeras ediciones me daban mucha pena las catrinas monumentales. De hecho, me irritaban. No sólo me perturbaba su invención por una cinta frívola que representaba lo mexicano desde el exotismo y reinterpretando el Día de Muertos a través de una cultura del exceso que venía a sumar algo de por sí ya muy recargado. Hoy suspiro nostálgico por el entendimiento personal que tenía de la forma en la que esta fiesta era celebrada y que tal vez se ha perdido. Hoy miro lo atractivo de su monumentalidad con resignación. Al diablo con lo auténtico y lo original, pues no hay tal cosa. Hoy Día de Muertos es también un parade gringo y un tutti fruti de todo lo demás. Que nos aproveche.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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