Por Paloma Villagómez

Hace unos días, bajo el encabezado “Senadores comen y beben de lujo con dinero de los mexicanos”, el periodista Israel Piña presentó en el diario El Informador un ejercicio de investigación basado en el análisis de datos cuantitativos, que revelaba los montos y la evolución del gasto que las y los Senadores realizan en alimentos y bebidas durante sus jornadas de trabajo, haciendo uso de partidas presupuestales especialmente destinadas a este fin o a gastos “generales” exentos de comprobación.

La elaboración de este ejercicio requirió una suerte de arqueología contable que implicó solicitar, sistematizar y analizar un par de miles de comprobantes a través de los que fue posible conocer, entre otras cosas, los montos de los consumos y los sitios predilectos de los funcionarios públicos. Los resultados de esta investigación indican que nuestros representantes gastan en una sola comida más del doble de lo que una familia con niveles altos de ingresos paga en un mes en comidas fuera de casa. El monto promedio de estas cuentas asciende a poco más de cuatro mil pesos, es decir, el equivalente al ingreso total mensual de una persona ubicada en el octavo decil de ingreso de este país (véase el cuadro 9B del anexo estadístico de la medición de pobreza publicada por Coneval), alguien que, si bien no se halla en la pobreza, está abismalmente separado de las prácticas de consumo de sus propios representantes políticos.

De acuerdo con las últimas estimaciones oficiales de pobreza en el país, la mitad de la población no cuenta con ingresos suficientes para cubrir sus necesidades alimentarias y no alimentarias, y a cerca de una de cada cinco no le alcanza siquiera para la canasta básica de alimentos. Esto le ocurre a la mitad de la población de Chiapas, a cuatro de cada diez personas en Oaxaca y a una de cada tres en Guerrero. A nivel nacional casi veinte por ciento de la población nacional carece de acceso a la alimentación, lo que significa que en su hogar han tenido problemas para obtener comida suficiente, variada y de calidad, por falta de recursos económicos.

Así, mientras el común de la población cuenta las monedas para comprar frutas y verduras –duramente castigadas por el alza reciente de la inflación-, batalla para pagar cuentas crecientes de  gas, o depende de comida callejera de muy bajo costo para comer todos los días, en los restaurantes de los que los funcionarios públicos son parroquianos, los menús son una danza de platillos entre los que uno se encuentra un plato con más de medio kilo de sirloin “añejado en seco”, o casi un cuarto de kilo de esmedregal, preparado con polvo de porcini y nash de hongos con infusión de trufa.

Además de representar una escena grotesca de desigualdad, es claro que lo problemático de estas prácticas no es que los legisladores tengan paladares exigentes y coman en lugares caros, sino que sus comidas son costeadas con recursos públicos, es decir, con dinero que no sólo es producido por la población sino que requiere de él para resolver problemas de la más elemental de las subsistencias.

Uno podría creer que no habría mayor problema si estas comidas voluptuosas y sus correspondientes “digestivos” fuesen pagadas con el nada austero salario de los representantes públicos. Sin embargo, en la medida en que ellos mismos crearon las normas del juego, sus gustos alimentarios son considerados como gastos inherentes a su actividad profesional, y la única cartera que se abre es la del erario.

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La comida de negocios es casi un género en sí misma y está razonablemente legitimada por la sociedad. La alimentación, el festín y el agasajo han tenido un papel muy relevante en la historia política de la humanidad, desde los intercambios tribales hasta los banquetes imperiales, pasando por las galas de las visitas de Estado o las comidas en los tequios. Estas ocasiones centran el éxito de las misiones económicas y políticas en combinar dosis adecuadas de negocios y placer, como si con ello se intentara matizar las disputas por el poder y sus beneficios, que caracterizan a la mayoría de las negociaciones.

La comida relaja, suaviza, dispone. Convierte a un enemigo potencial o declarado en un cómplice, un comensal dispuesto a participar en un ritual, a jugar el juego de la civilidad. Las comidas de negocios producen una atmósfera pública que obliga a departir, a conservar los modales y a plantear los términos del intercambio en el tono que se ha dispuesto para la conversación.

Quizás las y los legisladores piensen que sus opíparas comidas son parte de su quehacer político o una suerte de recompensa por la dura labor realizada en pro del país. Tal vez de esa mesa –y esa cuenta- surgió alguna resolución importante para el bienestar de la población, o quizás sirvió para que los Senadores restauraran como dios manda su disposición a trabajar por el bien de la patria.

Pero el problema es doble. Por un lado, aunque cierto pragmatismo nos haga creer que estos gastos no son esencialmente problemáticos, siempre y cuando los Senadores los cubran con sus propios bolsillos, algo hay de perturbador en que estos patrones de consumo tengan lugar entre los líderes políticos de un país hundido en precariedades, carencias, violencias e inequidades. Refleja, por lo menos, un dudoso sentido de realidad y una muy profunda falta de sensibilidad.

Senadores gastos erario
Foto: jornada.com.mx

Por otro lado, resulta muy difícil creer que en esta resistencia casi orgánica a la austeridad quepa un ethos político genuinamente interesado en transformar la cultura de privilegios, en comprometerse a combatir la desigualdad, que no sólo exige mejorar la posición de los que menos tienen, sino también moderar la concentración de la riqueza, un proceso en el que la clase política de este país participa como juez y parte. Estos no son empresarios planeando estrategias para aumentar sus ganancias: son los responsables de las políticas de recaudación y distribución de la riqueza en este país.

¿Qué clase de negociaciones sobre ingresos, salarios, transferencias monetarias y políticas fiscales, se discutirán entre comilonas? ¿Qué intereses se sientan a comer y beber en esas mesas?, ¿con qué sentido de representación de quienes tienen problemas para comer más de una vez al día?

La exigencia de austeridad no es sólo un argumento moral, sino un mandato legalmente establecido que nuestros representantes violentan cotidianamente sin consecuencias visibles. Por supuesto que la austeridad tiene una racionalidad práctica necesaria para administrar recursos limitados, sobre todo en un país como el nuestro, tan polarizado en términos de ingresos y acceso a oportunidades. Pero también tiene una dimensión ética que no se puede soslayar.

La comida es un aspecto central de las relaciones de intercambio. Aceita los vínculos, mantiene la maquinaria de la reciprocidad andando, media en las grandes discusiones y en la celebración de los pactos. Pero, en un escenario definido por la precariedad y la desigualdad, es difícil pensar en un argumento que justifique que estas tradiciones se sostengan con el erario público. Una cosa es que cultivemos las políticas de la comensalidad y otra que mantengamos la comensalidad de los políticos.

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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.

Twitter: @MssFortune

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