Para el ojo común nuestro astro rey es amarillo, pero eso sólo es un convencionalismo social derivado de condiciones particulares de nuestra atmósfera.
A pesar de que normalmente cuando volteamos a ver al Sol nos deslumbramos y quedamos lampareados, el imaginario social ha designado al Sol como un astro de luz de color amarillo con una melena rojiza. Lo cual se debe en realidad a un truco de la naturaleza, el tono amarillento de los rayos del Sol se debe a nuestra atmósfera y no a los tonos principales de nuestra estrella. Porque, en realidad, el Sol no es amarillo.
El Sol es blanco, como ocurre con los cuerpos incandescentes, el sol emite luz en un espectro continuo de colores, llevando dentro de sí todos los tonos del arcoiris, el color verde es el más intenso, por lo que deberíamos de representar al Sol con los tonos de Hulk. Pero, cuando el verde del Sol se combina con el azul del cielo, se traduce en amarillo para la vista humana. Además, tampoco observamos los hermosos tonos violetas que emanan de la luz solar, debido a que los fotones de ese color se dispersan lejos de nuestra vista por medio de las partículas de la atmósfera.
Las partículas con longitudes de onda más largas -de colores amarillo, naranja y rojo- son las que más fácilmente evitan dispersarse al entrar a nuestra atmósfera, por eso son los tonos que más comúnmente se asocian al Sol. No obstante, durante el mediodía, los fotones del Sol pasan por menor presión atmosférica, por ello a veces en ese punto de la tarde el Sol tiene un tinte ligeramente azulado. Y al atardecer, por supuesto, los fotones viajan a través de la máxima cantidad de densidad atmosférica en relación con nuestros ojos, por lo que vemos más claramente los fotones de color rojo, lo que le da su tono característico a los atardeceres.
Como sea, a pesar de los diferentes tonos que nuestra estrella guarda dentro de sí, el Sol es en realidad blanco.