Por José Ignacio Lanzagorta García

Llevamos un par de años hipersensibilizados a la idea de un cambio de era global. No quiero decir que esta sensibilidad no sea algo relativamente constante en cualquier tiempo: ante cualquier acontecimiento que suena medio gordo, nos vamos preguntando sobre sus repercusiones de gran escala, con más o menos acierto. Tampoco quiero decir que estemos alucinando. Las transformaciones van ocurriendo, pero aprendimos a enmarcar los grandes periodos de la historia que nos contamos entre hitos concretos, aunque sepamos y nos insistan que no son más que parámetros para marcar cambios que no siempre –casi nunca- son tan radicales. En el presente, ante el flujo de transformaciones que van ocurriendo frente a nuestros, pareciera que nos gusta jugar a nominar los hitos que podrían marcarlos en el relato que en el futuro nos hagamos de ellos.

En este tiempo no es raro encontrarnos en el análisis de coyuntura la idea de que estamos en un período de resurgimiento de populismos, de conservadurismos que creíamos debilitados y, sobre todo, del crecimiento de amenazas sistémicas y no externas a la democracia liberal. Y a esto hay que añadirle el tono grave del cambio climático como una catástrofe cada vez más asimilada. El que esto escribe incluso se llegó a plantear si estaríamos atestiguando un debilitamiento del paradigma del neoliberalismo. (Lo sigue pensando, por cierto.) Al rosario que comenzaba con el triunfo del referéndum sobre el Brexit,  el “no” a los acuerdos de paz en Colombia y a la victoria de Donald Trump y más, ahora habría que añadirle el avance tan fundamental de la ultraderecha brasileña que podría llegar a poner en el poder a un ser tan impresentable como Jair Bolsonaro. Todo conspira a estar interconectado, a formar parte de un espíritu de los tiempos: lo que ocurre aquí no puede ser más que reflejo de lo que acaba de ocurrir allá, porque está ocurriendo en todos lados, por más fuerzas que las que podemos identificar. No sabemos más que sino autoseleccionar evidencia en la política, en la ficción, en el arte y hasta en las series de Netflix, señales de estos signos de la era.

Tal vez de ahí nos viene esta creciente obsesión con encontrarnos paralelos entre todos los políticos que ganan terreno en el planeta, particularmente en el vecindario regional. Que en la década pasada Chávez fuera el nuevo Castro para atemorizar a cualquier electorado con respecto a su candidato o candidata de izquierda, lo tenemos bien asimilado. Evo Morales era el Chávez boliviano. Rafael Correa era el Chávez ecuatoriano. Los Kirchner eran el Chávez argentino. AMLO era, en 2006, el Chávez mexicano (ya luego se les ocurrió que era un Chávez atrumpado con notas de Sanders, con guarnición de Lula sobre un espejo de nuestro López Portillo). Y Chávez era el Castro venezolano, lo que todo acababa conectando casi con remanentes del pensamiento atolondrado de la Guerra Fría.

amlo chavez

Pero la cosa se complejizó mucho… muchísimo con la victoria de Trump. Trump no podía ser, ni de cerca, el Chávez gringo. Y entonces este binarismo unidimensional con el que casi siempre tratamos de simplificar las diferencias políticas, nos llevó a buscar a quienes fueran “el otro extremo”. Fueron a buscarlos a Europa con los ultraconservadores de derechas: Marine Le Pen como la cara más reconocible de las derechas que han ganado terreno en Europa. Tal vez como al final de cuentas Trump sólo se parece a Trump y, para colmo, Estados Unidos es Estados Unidos, se convirtió en un referente en sí mismo para toda la política: ser el Trump local es como que te toque la roña… salvo porque aún siéndolo puedes ganar o acercarte a ganar la elección.

Por supuesto, existen posiciones compartidas, asuntos que se repiten aquí y allá y que son agrupadas dentro de esa sola dimensión de la política que, en realidad, nunca termina de ser unidimensional y menos ahora: se habla de extremos de izquierda y de derecha que en realidad no son versiones extremas de la izquierda y la derecha, sino agendas y posiciones posiciones específicas que se ordenan en otra dimensión de autoritarismo. Y a eso habría que añadirle las ideas difusas sobre “populismo”, “liberalismo” y otras que están surgiendo para caracterizar, explicar y simplificar el entendimiento de la política fuera de esas dimensiones.

Tal vez en esta hipersensibilidad al cambio de era, simplificar la política electoral de algún país lejano con “el candidato de izquierda y la candidata de la derecha” ha perdido sentido porque ya no sabemos exactamente a qué está aludiendo. De ahí, tal vez, que andemos buscando los Macrones, los Trumps, los Lulas, los Chávez y, próximamente, los Bolsonaros. Decir que estos símiles son falsos porque cada contexto nacional es particular es una obviedad. Lo que me llama la atención es que estos símiles tal vez responden más a comprender este presunto cambio de era, enmarcado en esos parámetros que enuncié sobre “populismos”, “avances ultraconservadores”, “amenazas sistémicas a la democracia”. No es un simple atajo informativo prescribir la etiqueta “el Trump mexicano” a un político, sino buscar entenderlo y enmarcarlo en estos términos de un cambio global que se quiere comprender a base de reiterarlo. En una de ésas, este análisis que pareciera jugar lotería de políticos del mundo acaba siendo más bien una profecía autocumplida.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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